Existe una profunda relación entre la
veneración milenaria al Santo Rostro de Jesucristo - Mandylion – y otras
devociones también dirigidas a aspectos de su persona: a su Santo nombre, a la Eucaristía – devoción
por excelencia -, a su Sagrado Corazón. En efecto, las cuatro se dirigen a los
aspectos más significativos del ser humano y todas, en última instancia nos
conducen a la persona misma del Dios encarnado:
1) el rostro, expresión del interior y
que nos relaciona con el otro.
2) el corazón, sede de la vida y, por
analogía, de la emoción más profunda y espiritual del ser humano, el amor. El
amor es lo que define a Dios. Si era «El que es» en el Antiguo Testamento, Juan
lo define como Amor en el Nuevo. De ese Ser, que es Amor, participamos. Y ese
Ser por esencia, que es Amor, se manifiesta convirtiéndose en uno de nosotros
con corazón humano y palpitante.
3) La Eucaristía , medio
privilegiado escogido por Cristo para permanecer realmente entre nosotros,
escondido a los ojos físicos humanos, pero vivo y real a los del espíritu
creyente.
4) el nombre, que define la persona como
un todo y que cuando lo invocamos, como hizo el ciego de Jericó, suplicamos con
él a la persona que nombra, implorando su ayuda y misericordia: ¡Jesús, hijo de
David, ten compasión de mí!. La oración del corazón o la oración de la
invocación de Jesús, se remonta a los orígenes del monacato. El primero en
mencionarla explícitamente fue Diadoco de Fótice, en el siglo IV: Los que no
cesan de meditar en las profundidades de su corazón el nombre de Jesús santo y
glorioso podrán ver un día la luz en su espíritu. Pero su origen es más
antiguo, pues se encuentra en los mismos Evangelios: ¡Jesús, hijo de David, ten
compasión de mí!, gritaba con insistencia el ciego que estaba al borde del
camino de Jericó. Lo mismo clamaban los diez leprosos en tierras de Samaría:
¡Jesús. Maestro, ten piedad de nosotros! Y todos fueron sanados gracias a su fe
y a la profundidad de su clamor. Esta invocación continua del nombre de Jesús,
hecha de un deseo lleno de dulzura y de gozo hace que el espacio del corazón se
desborde de alegría desde la serenidad y que a partir de que el pensamiento no
cesa de invocar el nombre de Jesús, y el espíritu está totalmente atento a la
invocación del nombre divino, la luz del conocimiento de Dios cubre con su
sombra toda el alma como una nube inflamada en llamas. La oración de Jesús está
emparentada con el rosario a María en su origen último y objetivo: ambas tienen
sus raíces en medios monásticos, de Oriente la primera, de Occidente la
segunda; ambas son oraciones de súplica; en ambas imploramos aquello que más
deseamos y necesitamos de verdad y que no sabemos pedir porque puede que lo
desconozcamos; en ambas dejamos que el Espíritu hable en nosotros, utilizando
para ello palabras de la
Escritura o propuestas por la Iglesia y la Tradición ; ambas son
oraciones para todo tipo de personas, que recitadas con tranquilidad y sin
prisas, concentrando dulcemente el ánimo en lo que decimos, producen sosiego y,
con tiempo y perseverancia, paz duradera, reforma de vida.
La oración de Jesús, por su brevedad,
puede rezarse en cualquier lugar y a todas horas. Aunque su base es la plegaria
del ciego de Jericó, puede tener variantes personales: «Jesús Hijo de Dios, ten
compasión de nosotros» o «Jesús Hijo de Dios, por medio de la Virgen María ten
compasión de nosotros pecadores» etc.
Se ajusta esta oración perfectamente al
consejo evangélico: Hay que orar continuamente, sin desfallecer. Si te ves
llamado a seguir este camino de la oración del corazón, búscate un buen
consejero que te guíe. Y comienza, ya: Dios irá haciendo el resto si es que
desea que este sea tu forma de dirigirte a Él.
Si la Iglesia respira con dos pulmones – Oriente y
Occidente- se puede decir que la
Oración de Jesús es la expresión más característica de la
espiritualidad de la
Iglesia Oriental. Por el bien que ha hecho y hace allí, y por
la influencia que actualmente tiene en Occidente, vale la pena conocer algo de
este escondido venero de piedad y espiritualidad.
Raíces
históricas de la Oración
de Jesús
«Jesús, sálvame!»- «Kyrie eleison!» Este
clamor del corazón que se encuentra en el centro de la plegaria de Oriente
procede directamente del Evangelio: es el clamor del ciego de Jericó; la
súplica del publicano. Esta llamada de auxilio, es, en primer lugar, un acto de
fe en Jesús Salvador. El mismo nombre de Jesús significa salva y es una confesión, en el Espíritu
Santo, de que es el Señor. Recuérdese que nadie puede pronunciar el Nombre de
Jesús sin la inspiración del Espíritu Santo (ICor 12,3).
El Nombre de Jesús no es tan sólo el que
le ponen sus padres cuando nace –de acuerdo con el mandato a José o lo que se
dijo a María en la
Anunciación : «Le pondrás por nombre Jesús» – sino también el
nombre divino que le ha dado el Padre tal como dice Jesús en la oración
sacerdotal (Jn 17,11): «Padre Santo guárdalos en tu nombre, aquel que me diste,
para que sean uno como somos nosotros». También Pablo dirá en el himno de Fil.
2,9-11, a propósito de la humillación y exaltación de Cristo: «Le fue concedido
el nombre sobre todo nombre para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble
en el cielo, en la tierra y en el abismo y toda lengua proclame que Jesucristo
es Señor, para gloria de Dios Padre». La gloria del cristiano es proclamar este
nombre, y su felicidad estriba en sufrir por él: Y si recibís insultos porque
predicáis el nombre de Cristo ¡Felices vosotros! El Espíritu de gloria, que es
el Espíritu de Dios, reposa sobre vosotros. (I Pe 4,13)
En su Nombre los cristianos somos
bautizados y por causa de su Nombre, perseguidos. Por su Nombre sufriremos y
seremos glorificados (textos de Lucas y libro de los Hechos). Pedro confiesa
ante el Sanedrín (Hechos 4,12): La
Salvación no se encuentra en nadie más, porque bajo el cielo
Dios no ha dado a los hombres otro Nombre en el que puedan ser salvos. Pablo,
después de perseguir a los que invocaban el Nombre del Señor (Hechos 9,14) se
dirige en su primera carta a los Corintios a todos aquellos que invocan el
nombre de Nuestro Señor Jesucristo y anima a su estimado discípulo Timoteo a
buscar la fe y la caridad con todos los que, con corazón puro, invocan el
Nombre del Señor.
Los textos del Nuevo Testamento que hacen
referencia al Nombre de Jesús son innumerables y pertenecen a todas las
tradiciones: Pablo, Sinópticos, Juan. El nombre de Jesús es divino y fuerte. Y
quien le invoca siempre es escuchado. Él mismo lo dice en Juan 16,23-24: «Con
toda verdad os digo que mi Padre os concederá todo lo que le pidáis si lo
hacéis en mi nombre. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; hacedlo en
mi nombre y recibiréis todo lo que pidáis y vuestra alegría será plena».
El nombre de Jesús es Eucarístico
Todo lo que hagáis, sea de palabra, sea
de obra, hacedlo en el nombre de Jesús, dirigiendo por Él a Dios la Acción de Gracias (que esto
significa Eucaristía (Col 3,17). En Efesios, Lucas y Tesalonicenses se nos
anima a orar en toda ocasión siempre y constantemente. La invocación al Señor
es un plegaria interior porque nosotros no sabemos que hemos de pedir para
rezar como es debido, es Él, el Espíritu, quien ora en lugar nuestro (Rom 8,26).
Y nadie puede decir Jesús si no es movido por el Espíritu Santo (1Co 12,3) Así
pues, el Nuevo Testamento legitima la invocación del Nombre de Jesús y de cómo
se nos impone en la gracia bautismal.
Esta invocación del Nombre de Jesús no se
convertirá en la Oración
de Jesús hasta que no se le asocie al deseo de oración continua expresado en las
invocaciones breves que contienen el nombre del Señor o de Jesús. Casiano y S.
Agustín dan testimonio de la existencia de estas breves oraciones o
jaculatorias entre los eremitas del desierto de Egipto.
Los Padres del Desierto
Los Padres del Desierto retoman la
oración del publicano en el siglo IV. Ammonas, en el desierto egipcio, aconseja
que se conserve siempre en el corazón las palabras del publicano, para
experimentar la salvación y Macario, interrogado sobre cómo se ha de orar,
enseña:
«No es necesario perderse en palabras; es
suficiente con que extendáis las manos y digáis: Señor, como Tú quieres y como
Tú sabes, ¡ten piedad! Y si viniera el combate (la tentación): ¡Señor, venid en
mi auxilio!. Él sabe lo que nos conviene y tendrá misericordia».
Fue Diadoco de Fótice en el siglo V quien
propuso invocar en el fondo del corazón sin interrupción al Señor Jesús y a su
santo y glorioso nombre, para purificar y unificar el alma dividida por el
pecado y experimentar la gracia como base del perpetuo recuerdo de Dios:
Cuando, recordando a Dios, cerramos las
salidas del espíritu, éste sólo precisa que le dejen alguna actividad adecuada
para mantener en acción su natural dinamismo. Es el momento de entregarle la
invocación del Nombre de Jesús como única actividad en que puede concentrarse
todo el que quiere. Está escrito: ‘Nadie puede decir Señor Jesús sino es en el
Espíritu Santo’. Y Barsunufio insiste: ‘A nosotros, débiles, sólo nos resta
refugiarnos en el Nombre de Jesús’.
Fue en Gaza, en el desierto palestinense,
donde los monjes dieron a la invocación del Nombre de Jesús una formulación más
desarrollada. El joven Dositeo mantuvo siempre la memoria de Jesús durante la
grave de enfermedad de la que habría de morir. Su padre espiritual, Doroteo, le
había enseñado a repetir sin descanso: «¡Hijo de Dios, venid en mi auxilio!»
Esta era su oración continua. Y cuando ya estaba tan débil que no podía
repetirla le aconsejó: «¡Ten presente solamente a Dios y piensa que está a tu
lado!» Así pues, encontramos que la tradición de la invocación del Nombre de
Jesús o Oración de Jesús se extendía por Palestina cuando comienza la segunda
etapa en que se asocia al hesicasmo sinaítico y al del Monte Athos.
Monte
Athos
En la segunda mitad del siglo XIII y a lo
largo del XIV floreció en Athos, la santa montaña de Macedonia, el renacimiento
del ideal hesicasta. La
Oración de Jesús se acompañaba de una disciplina de la
respiración, sistematizada por Nicéforo el Hesicasta y por Gregorio Sinaíta. El
método se basa en ralentizar la respiración y buscar el lugar del corazón
doblándose sobre sí mismo y concentrándose en el lugar del corazón. Todo ello
simultaneado con la invocación repetida de la oración de Jesús: ¡Señor
Jesucristo, «Hijo de Dios, tened piedad mi!» acompasada con la inspiración y la
expiración.
Este movimiento de interiorización se
hace en dos tiempos, según las dos partes que componen la fórmula de la
oración: «Señor Jesús, hijo de Dios» y «ten compasión de mi pecador». El ritmo
de la respiración y los latidos del corazón participan también de la oración,
complementándose mutuamente: en simultaneidad con la primera parte de la
oración, los pulmones inspiran el nombre de Jesús, lo cual permite a la
diástole (dilatación) del corazón que el espíritu se lance por entero fuera de
toda materia; y, simultáneamente a la segunda parte de la oración -«ten piedad
de mí»-, los pulmones expiran el aire contaminado, a la vez que por la sístole
(contracción) del corazón el espíritu reviene sobre sí mismo.
La oración de Jesús tiene, pues, un
cierto aspecto técnico que precisa de un adiestramiento. Pero no se puede
reducir a una simple mecánica, porque «nadie puede decir `Señor Jesús’ sino por
influjo del Espíritu Santo» (1Cor 12,3). Lo cual no impide que las indicaciones
concretas dadas por los monjes sean de una gran ayuda, porque son fruto de su
propia experiencia.
El Hesicasmo
La palabra hesiquía en griego se traduce
como estado de tranquilidad, de paz, o de reposo. Quien la posee se encuentra
equilibrado, vive en paz y a la vez, calla y guarda silencio. Recuerda a la
actitud que Platón afirma corresponde al auténtico filósofo: «que se mantiene
tranquilo y se ocupa de lo que le pertenece». Y también se ajusta a las
palabras del Libro de los Proverbios: «el hombre sensato sabe callar»; o al
estilo del solitario de quien dice el profeta Baruq: «Es bueno esperar en
silencio la salvación del Señor».
En el Nuevo Testamento el mismo Cristo
dice a sus discípulos: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y
yo os daré descanso. Aceptad mi yugo y haceos mis discípulos, ya que soy bueno
y humilde de corazón, y encontraréis reposo (hesiquía) para vuestras almas pues
mi yugo es suave y mi carga ligera».(Mt.11, 28-29). Ammonas, sucesor de San
Antonio en Egipto habla de como la hesiquía es el camino propio del monje y
escribe una carta mostrando que es el fundamento de todas las virtudes.
Fueron los anacoretas los primeros en
llamarse hesicastas. Si la virtud de los cenobitas (monjes que viven en
comunidad) es la obediencia, la de los hesicastas (anacoretas o solitarios) es
la oración perpetua. La búsqueda de la hesiquía es tan antigua como la vida
monástica.
En el siglo VI, S. Juan Clímaco, abad del
monasterio del Sinaí y autor de la
Escala del Paraíso, unió la hesiquía y el Recuerdo de Jesús.
La hesiquía es la adoración perpetua en presencia de Dios: Que el recuerdo de
Jesús se una a tu respiración y pronto te darás cuenta de la utilidad de la
hesiquía. La oración ideal es la que elimina los raciocinios y se convierte en
una sola palabra.
«Cuando reces, inspira al mismo tiempo, y
que tu pensamiento, dirigiéndose al interior de ti mismo, fije su meditación y
su visión en el lugar del corazón de donde brotan las lágrimas. Que tu atención
permanezca ahí, en la medida en que puedas. Te será de una gran ayuda. Esta
invocación de Jesús libera al espíritu de su cautividad, otorga la paz y ayuda
a descubrir la oración permanente del corazón por la gracia del Espíritu
vivificante en Jesucristo Nuestro Señor».
A finales del siglo XVIII se compila y
traduce al eslavo la
Filocalia con lo que la tradición hesicasta llegará
primeramente a Rusia, luego a Rumania y desde allí a toda la Europa del Este ortodoxa. La Filocalia (término
griego que significa amor a lo bello y bueno) está compuesta por una antología
de textos ascéticos y místicos recopilados por Macario de Corinto y Nicodemo el
Hagiorita. Fue publicada en Venecia en 1782 y se ha dicho de ella que
constituye el breviario del hesicasmo. Su publicación coincide con el
renacimiento de la fe ortodoxa en la
Grecia del siglo XVIII y al ser traducida al eslavo por
Paissy Velichkovsky y al ruso por Ignacio Brianchaninov, en 1857, marcó la
renovación del monaquismo oriental. La Filocalia eslava fue utilizada por el gran santo
Serafín de Sarov y constituye el núcleo de los Relatos Sinceros de un peregrino
ruso a su padre espiritual, obrita que apareció en Kazan en 1870.
Los
Relatos de un Peregrino Ruso
Los «Relatos de Un Peregrino Ruso»
pertenecen al movimiento literario ruso del siglo XIX, en lo que tiene de más
sereno y puro. El peregrino hace que el lector penetre en el corazón mismo de
la vida rusa, poco después de la guerra de Crimea y antes de la abolición de la
servidumbre o sea entre los años 1856 y 186l. Todo está encuadrado en una
llanura inmensa con iglesias de colores claros y campanas refulgentes y
sonoras.
Cristiano ortodoxo como es, su
preocupación es pasar de la noche oscura a la noche luminosa: la contemplación
de la Santísima
Trinidad.
El peregrino (strannik) describe su
odisea a través de Rusia, que él recorre con un morral que contiene pan seco y la Biblia. En un
monasterio, encuentra un starets (Padre espiritual) y lo interroga sobre la
manera de poder practicar el consejo del apóstol: orar sin cesar. El starets le
explica la práctica de la oración de Jesús. Lo somete – si se puede hablar de
ese modo – a un régimen de entrenamiento progresivo. Le hace decir la oración
de Jesús, primero 3.000 veces por día, luego 6.000, finalmente 12.000 veces.
Luego el peregrino deja de contar el
número de oraciones; asocia el «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de
mí, pecador» con cada respiración, con cada latido del corazón. Llega el
momento en que ya no se pronuncia ninguna palabra: los labios se callan y sólo
resta escuchar hablar al corazón. Así, la oración de Jesús le sirve de alimento
para el hambre, de bebida para la sed, de reposo en la fatiga, de protección
contra los lobos. Y los demás peligros; inspira las conversaciones que el
peregrino entabla con las gentes que encuentra, gentes del simple pueblo, como
el peregrino mismo. La fe del peregrino no es emotividad poética. Nutrido de
las enseñanzas teológicas, todas sus acciones son guiadas por el deseo de la
perfección de la vida espiritual, cuya finalidad es la contemplación. Si la fe
precede alas obras, sin obras la fe no existe. Reuniendo todas las fuerzas de
su espíritu para contemplar al Ser Absoluto, recibe a veces de Cristo, el nuevo
Adán, algunos de los privilegios del Adán primero. Consigue ignorar el frío, el
hambre y el dolor; la misma naturaleza le parece transfigurada.
Arboles, hierbas, tierra, aire, luz,
todas estas cosas me dicen que existen para el hombre y que para el hombre dan
testimonio de Dios: Todas oraban, todas cantaban: la gloria de Dios.
El campesino, en su peregrinar por las
estepas de Rusia invocando constantemente el Nombre de Cristo y hablando a
todos de la Oración
de Jesús, conoce a condenados a trabajos forzados; desertores, nobles, miembros
de diferentes sectas, sacerdotes del campo… Pero nada le detiene.
Este pequeño libro ha popularizado más
este tipo de plegaria tanto en Oriente como en Occidente. Gracias a esta obra la Oración de Jesús, u
Oración de Corazón, saltó los muros de los monasterios para pasar a la piedad
popular. Alguien ha dicho que ha hecho más por la comprensión entre los
cristianos esta obra que un sinnúmero de reuniones teológicas.
Recordemos
textos selectos
«La plegaria de Jesús, interior y
constante, es la invocación continua e ininterrumpida del Nombre de Jesús por
medio de los labios, del corazón y de la inteligencia, sintiendo su presencia
en todas partes y en todo momento incluso mientras dormimos. Se expresa con
estas palabras: ¡Señor Jesucristo, tener piedad de mí! Aquel que se habitúa a
esta invocación siente un gran consuelo y la necesidad de decirla siempre; y al
cabo de un cierto tiempo ya no sabe estar sin decirla y ella sola nace en su
interior».
«Siéntate en el silencio y en la soledad;
inclina la cabeza y cierra los ojos; respira más suavemente, mira con tu
imaginación al interior de tu corazón, recoge tu inteligencia, es decir, tu
pensamiento, de la cabeza al corazón. Di mientras respiras en voz baja o
simplemente en espíritu: ¡Señor Jesucristo, ten piedad de mí!. Esfuérzate en
apartar todo pensamiento, sé paciente y repite este ejercicio a menudo».
«Todo mi deseo estaba fijo sobre una sola
cosa: decir la oración de Jesús y, desde que me consagré a ello, estuve colmado
de alegría y de consuelo. Era como si mis labios y mi lengua pronunciaran por
sí mismos las palabras, sin esfuerzo por mi parte».
«…Entonces sentí como un ligero calor en
mi corazón y tal amor por Jesucristo en mi pensamiento que me imaginé a mi
mismo arrojándome a sus pies – ¡Ay, si pudiera verlo!– y reteniéndolo en mi
abrazo, besando con ternura sus pies y agradeciéndole con lágrimas haberme
permitido, en su gracia y su amor, encontrar en su nombre un consuelo tan
grande – amí, su criatura indigna y pecadora. En seguida sobrevino en mi corazón
un calor agradable que se expandió en todo mi pecho…’
«Algunas veces mi corazón resplandecía de
alegría, en tanto que estaba liviano, pleno de libertad y de consuelo. A veces
yo sentía un amor ardiente hacia Jesucristo y todas las criaturas de Dios… A
veces, invocando el nombre de Jesús, estaba colmado de felicidad, ydespués de
eso conocía el sentido de estas palabras: “El reino de Dios está dentro
vuestro».
Los Relatos… ¿son, en verdad, una
autobiografía? ¿O son una novela espiritual, tal vez una obra de propaganda? En
ese caso, ¿de qué medio emanan? Se trata de preguntas que debemos dejar sin
respuesta. No todo está allí hecho con un oro igualmente puro. La oración de
Jesús está presentada, tal vez excesivamente, como actuando ex opere operato.
Un teólogo, un higúmeno, un sacerdote que tenga almas a su cargo, se expresaría
con mayor sobriedad y prudencia. Pero no se podría permanecer insensible a la
frescura del relato, a su aparente sinceridad, a menudo, a su belleza
espiritual y, finalmente a los dones literarios del autor. Los Relatos…
tuvieron una continuación. Una segunda parte, atribuida al mismo autor que la
primera, apareció veintiséis años después que ésta y en las mismas condiciones
misteriosas . Esta segunda parte es muy diferente. Ella teologiza; reproduce
conversaciones en las que intervienen, entre otros, un profesor y un starets;
no tiene la ingenuidad (tal vez sólo aparente) y el encanto de la obra
primitiva, y se encontrará poco verosímil que una y otra hayan sido escritas
por la misma pluma.
Significado
de la Oración
de Jesús
«SEÑOR JESUCRISTO, HIJO DE DIOS, TENED
PIEDAD DE MÍ, PECADOR!»
Señor: viene de Kyrios y es como decir:
Dios. Pues para decir Jesús es Señor es precisa la ayuda del Espíritu Santo,
Dios.
Jesús: Es nombre y misterio de Salvación.
Cristo: Quiere decir Mesías o sea,
sacerdote, profeta y rey.
En el Antiguo Testamento el nombre de
Dios pasa de ser pronunciable a indecible o inefable, por lo que se sustituye
por Adonai al objeto de no hacer imágenes ni siquiera del nombre de Dios. En el
Nuevo Testamento el nombre de Dios es pronunciable porque en la nueva economía
Dios se une a nuestra carne. Le pondrás por nombre Jesús porque el salvará a su
pueblo de sus pecados.
La plegaria hesicasta u oración de Jesús
contiene toda la verdad de los Evangelios e incorpora los dos grandes misterios
que caracterizan la revelación y la fe cristiana.
1) La Encarnación- Jesús
(humanidad) Hijo de Dios y Señor (divinidad)
2) La Trinidad- Hijo de
Dios (el Padre), Jesús-Señor (Espíritu Santo que nos da la fuerza para
confesarlo). Es una plegaria de adoración y penitencia que unida a la
inspiración expresa acogida y a la expiración, abandono. La Oración de Jesús aparece
íntimamente vinculada a las actitudes de metanoia (cambio interior, nueva escala
de valores); a la compunción y humildad; a la confianza segura y audaz; a la
atención de los sentidos y el corazón a las palabras y a la Presencia ; y en último
término a hesiquía (búsqueda de la quietud y de la auténtica unificación
interior a través de la invocación del nombre de Jesús).
La oración de Jesús puede practicarse en
dos momentos diferentes:
1) Libre- Permite llenar el vacío entre
lo tiempos de oración y las actividades ordinarias de la vida y unirnos a Dios
en momentos de trabajo.
2) Formal- Concentrados y con exclusión
de toda otra actividad. A ello ayuda estar sentados, con poca luz, los ojos
cerrados, ayudándonos si es preciso de un rosario-oriental u occidental, son un
medio- para concentrarnos mejor.
Se recomienda no cambiar demasiado la
fórmula elegida desde un comienzo, aunque ciertos momentos de variación parecen
oportunos para evitar el hastío. A los que empiezan se les recomienda la
alternancia entre la invocación pronunciada por los labios y la oración
interior: «Cuando se reza con la boca, hay que decir la oración con calma,
dulcemente, sin agitación alguna, para que la voz no enturbie o distraiga la
atención del espíritu, hasta que éste se habitúe y progrese en el trabajo de la
oración y pueda rezar por sí solo, con la gracia del Espíritu Santo».
Todas estas indicaciones no tienen más
objeto que el de lograr la concentración del cuerpo, del alma y del espíritu en
Jesús. De hecho, las palabras que componen la oración de Jesús varían según las
épocas y los autores. La fórmula más breve repite únicamente el nombre de
«Jesús», y la más larga dice: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de
mí, pobre pecador». Algunos Padres aconsejan a los principiantes permanecer
fieles a una sola fórmula, la que ellos prefieran; pero, una vez elegida,
recomiendan variarla lo menos posible.
Así, al estar integradas y unificadas
todas las potencias y partes del ser humano en el corazón, «el corazón absorbe
al Señor, y el Señor absorbe al corazón y los dos se hacen uno»` Y, a
continuación, el mismo texto añade: «Pero esto no es obra de un día o de dos.
Se requiere mucho tiempo. Hay que luchar mucho y durante mucho tiempo para
lograr rechazar al enemigo y que Cristo habite en nosotros.
Este estallido de amor en el pobre
corazón del hombre lo eleva por encima de todas las criaturas. Pero no se trata
de una elevación que implique una exclusión, sino todo lo contrario: tal
elevación de amor es una inefable inclusión de todo lo creado; es una capacidad
y potencia de amor por todos los hombres y todas las cosas. Isaac el Sirio es
quien mejor ha hablado en Oriente de este amor universal, con una ternura y
sencillez que recuerdan a nuestro Francisco de Asís en Occidente:
« ¿Qué es un corazón compasivo? Es un
corazón que arde por toda la creación, por todos los hombres, por los pájaros,
por las bestias, por los demonios, por toda criatura. Cuando piensa en ellos y
cuando los ve, sus ojos se le llenan de lágrimas. Tan intensa y violenta es su
compasión, tan grande es su constancia, que su corazón se encoge y no puede
soportar oír o presenciar el más mínimo daño o tristeza en el seno de la
creación. Por eso es por lo que, con lágrimas, intercede sin cesar por los
animales irracionales, por los enemigos de la verdad y por todos los que le
molestan, para que sean preservados del mal y perdonados. Es la inmensa
compasión que se eleva en su corazón – una compasión sin límites, a imagen de
Dios»
Pero, sobre todo, no hay que forzar nada.
La plegaria debe ir estableciendo su propio ritmo y acento. Que es el ritmo que
Dios quiere para nosotros.
El estilo retrotrae a la época en que
fueron compuestas y difiere mucho del antiguo estilo romano. No se puede más
que admirar la belleza de las lecciones de la Escritura y- de las
homilías de San Bernardo elegidas para los maitines. Los himnos Jesu dulcis
memoria, Jesu rex admirabilis, falsamente atribuidos a San Bernardo, fueron
tomados de un jubilus escrito por un desconocido del siglo XII. Las letanías
del Santo Nombre de Jesús, aprobadas por Sixto V, son de origen dudoso; tal vez
fueron compuestas, hacia comienzos del siglo XV por San Bernardino de Siena ‘y
San Juan de Capistrano. Esas letanías, tal como lo muestran las invocaciones:
«Jesús, esplendor del Padre… Jesús, sol de justicia… Jesús, dulce y humilde
corazón… Jesús, aficionado de la castidad… etc.», están consagrados a los
atributos más que al nombre mismo de Jesús; se podría, hasta cierto punto,
compararlas con el acatiste del «muy dulce Jesús» en la Iglesia Bizantina.
Se sabe que aquella devoción estuvo rodeada por el monograma JHS; que no significa,
como se dice a menudo Jesus Hominum Salvator, sino que presenta simplemente una
abreviación del nombre de Jesús. Los jesuitas, colocando una cruz por encima de
la H , hicieron de
ese monograma el emblema de la
Compañía.
En 1564. el papa Pío IV aprobaba una
Confraternidad de los Muy Santos Nombres de Dios y de Jesús, que, convertida
más tarde en Sociedad del Santo Nombre de Jesús, todavía existe. Esta fundación
fue consecuencia del Concilio de Lyon de 1274, que prescribió una devoción
especial hacia el nombre de Jesús. La Inglaterra del siglo XV usaba un Jesus Psalter
compuesto por Richard Whytfor; ese salterio de Jesús comprende una serie de
peticiones de las cuales cada una comienza por la triple mención del nombre
sagrado, está todavía en uso y hemos tenido en nuestras manos un ejemplar muy
reciente.
El gran propagador de la devoción del
nombre de Jesús durante la baja edad media fue San Bernardino de Siena
(1380-1444); recomendaba llevar tablillas sobre las cuales estaba escrito el
signo JHS. San Juan de Capistrano, discípulo de Bernardino, era también un
propagador ferviente de la devoción al nombre de Jesús. Ambos santos
pertenecían a la familia religiosa de San Francisco de Asís. Se sabe que el
mismo Francisco se enternecía con el nombre de Jesús. El culto del Santo Nombre
se convirtió en una tradición franciscana; es muy significativo que una versión
italiana de las Florecillas realizada en Trevi en 1458, por un Hermano menor de
la reforma de San Bernardino, contenga un capítulo adicional sobre el
testimonio del culto rendido por San Francisco al nombre de Jesús.
Pero fue en definitiva Bernardo de
Claraval, en el siglo XII, el más inspirado por el Nombre de Jesús.
Especialmente cuando se lee su sermón XV, sobre el Cantar de los Cantares.
Comentando la asimilación del nombre de Jesús al aceite derramado, hecha por el
Cantar, desarrolla la idea de que el nombre sagrado, lo mismo que el aceite,
ilumina, unge «¿No es en la luz de ese nombre que Dios nos ha llamado a su
admirable luz?» (Se recordará alos hesicastas) «El nombre de Jesús no es sólo
una luz, sino también un alimento». Y finalmente:
«Si escribes, yo no gusto de tus
escritos, a menos que en ellos lea el nombre de Jesús. Si discutes o pronuncias
una conferencia, no gusto de tu palabra, á menos que resuene en ella el nombre
de Jesús, Jesús es miel en la boca, una melodía en el oído, una alegría en el
corazón… Pero (el Nombre) es también un remedio ¿Alguno de nosotros está
triste? Que Jesús llegue a su corazón, y desde allí, El brote en su boca….
¿Alguno cae en el crimen?… Si invoca el nombre mismo de la vida, ¿no respirará
al mismo tiempo el aire de la vida? »
Esos pasajes contienen la más profunda
teología del Nombre sagrado.
(Conferencia dictada por Olivier Clement
a los monjes de la abadía de Tamie (Saboya) el 29 de mayo de 1970)
1.- EL CONTEXTO TEOLÓGICO Y SACRAMENTAL
Es muy importante, para comprender esta
oración, situarla en su contexto teológico y eclesial: el hesicasta no está más
allá de la Iglesia ,
él se coloca en su mismo centro, se hace íntegramente un hombre de Iglesia,
capaz de «hacer eucaristía en todas las cosas», como lo pedía el apóstol (ITes
5,18). Que el hesicasmo constituye la contrapartida cristiana del yoga, que
reubica en una actitud propiamente bíblica de reencuentro personal y de gracia
una exploración de la interioridad que practican también las espiritualidades
asiáticas, es más que probable. Y esto se debe a la estructura misma del
hombre, creado a la imagen de Dios. Volveremos sobre esto. Pero, puesto que
sólo Cristo puede recapitularlo todo y colocarlo todo en su verdadero lugar, el
hesicasmo aparece como fundamentalmente crístico, como una ascesis cuyo fin es
la toma de conciencia actuante de la
Iglesia , Cuerpo de Cristo, Templo del Espíritu Santo y Casa
del Padre…
a) Es necesario, en primer lugar,
recordar algunos acercamientos teológicos. Cuando, en Occidente, pensamos en la
noción de naturaleza, los hacemos a través de una sensibilidad filosófica
modelada por el tomismo tardío, luego por el dualismo cartesiano, finalmente
por las ciencias contemporáneas que rehabilitan – contra las ciencias humanas –
ese «paradigma perdido» a partir de los datos de la biología, la ecología y la
etología. Ahora bien, cada vez tenemos la impresión de que la gracia viene a
agregarse a la naturaleza, para contrariarla o perfeccionarla… En el Oriente
cristiano, me parece, la gracia es sentida. Como presente en todo lo que
existe. La verdadera naturaleza de los seres y de las cosas, es justamente esa
transparencia a la gracia, ese dinamismo de unión con las energías divinas.
Pues la gracia es increada, es Dios mismo que se hace participable
voluntariamente, permaneciendo, al mismo tiempo, el Totalmente Otro, el
inaccesible.
Seguir la naturaleza, en esta perspectiva,
es abrirse a la gracia y unirse a Dios: el hombre no es verdaderamente hombre
más que en Dios, no se puede hablar del hombre a su propio nivel y, como decía
Berdiaev, empleando símbolos apocalípticos, no hay, a la larga, otra elección
que la «divino-humanidad» o la «bestial-humanidad». El mundo caído, aunque
sigue siendo creación de Dios, conoce una modalidad nocturna, o si se quiere,
demasiado clara, luciferina, en el sentido del «palacio de cristal» de
Dostoievsky. Ciertamente, es mantenido en el ser por la Sabiduría divina y, la
reflexión científica más reciente, muestra hasta qué punto el orden cósmico se
concerta sin cesar sobre el desorden, sobre el caos. Sin embargo, ese mundo de
opacidad, de crueldad y de muerte, es parcialmente contra-natura: la verdadera
naturaleza la descubrimos en el cuerpo «pneumatizado» del Resucitado, del que
participamos en la eucaristía…
El hombre ha sido creado a imagen de
Dios, llamado a transformar, en la gracia, la imagen a semejanza, en el sentido
de una participación. La imagen designa, en primer lugar, al hombre en tanto
que vocación a una existencia personal en comunión, a la manera de la Unitrinidad , y por
transparencia de las energías trinitarias. Pero también designa esa naturaleza
profunda, inseparable del cosmos, no fruto, sino motor secreto del devenir
cósmico, y esta naturaleza es la aspiración a lo infinito, la esperanza de la
deificación, la inmensa celebración de la que la India dice con profundidad
que dormita en la piedra, sueña en la planta, despierta en el animal, se hace,
o mejor dicho, se puede hacer consciente en el hombre. Todo el problema del
hombre radica en expresar justamente ese movimiento hacia el infinito, unir el
dinamismo interior del Soplo a la revelación del Logos, de otro modo ese impulso
suscita las «pasiones» y las idolatrías.
Si se tiene presente la significación de
esta noción de naturaleza, se comprende que el ser humano en su totalidad, y
hasta en su estructura y ritmos corporales está constituido para llegar a ser
el templo del Espíritu (la expresión es paulista, como se sabe). Hemos hecho
del cristianismo un asunto del alma, un asunto psicológico (y finalmente, una
ideología…). Pero, en la tradición de la Iglesia indivisa se encuentra esta idea muy
fuerte de que el hombre es creado para ser unido a Dios en todo su ser, el
espíritu, el alma y el cuerpo, no considerándose aquí el espíritu como una
facultad particular, sino como ese centro dónde todas las facultades se unen,
dónde el hombre todo entero a la vez se reúne y se sobrepasa. En suma, la
inscripción en toda la naturaleza del hombre de su vocación en persona. Un
occidental, marcado por una especie de platonismo inconsciente, tiene tendencia
a acercar el Espíritu al espíritu, despreciando el cuerpo. En realidad, el Dios
viviente trasciende también radicalmente tanto lo inteligible como lo sensible
y, cuando se da, transfigura tanto lo uno como lo otro. La antropología del
hesicasmo es por consiguiente muy bíblica, es decir, muy unitaria. Pone el
acento sobre los dos ritmos fundamentales de nuestra existencia psicosomática,
el de la respiración y el del corazón. El ritmo respiratorio es el único que
podemos utilizar voluntariamente, no para dominarlo sino para ofrecerlo; él
determina nuestra temporalidad vivida, la acelera o la calma, la encierra sobre
sí misma o la abre sobre la
Presencia. El ritmo del corazón ordena el espacio-tiempo
alrededor de un centro, del que todas las tradiciones espirituales saben que es
abismal, que puede abrirse sobre la trascendencia; es la «caverna del corazón»
de las tradiciones arcaicas y de la
India … Esos dos ritmos nos han sido dados por el Creador para
permitir a la vida divina apoderarse del trasfondo de nuestro ser y envolverlo,
penetrar de luz toda nuestra existencia. Se podría casi decir, no solamente
nuestra existencia corporal, sino a partir de nuestra existencia corporal, pues
es sobre el Cuerpo de Cristo que somos injertados por el bautismo; es por la
sangre («consanguíneos») y por el cuerpo («concorporales») que somos unidos á
Cristo: ciertamente, el Cuerpo de Cristo designa su entera humanidad, pero la
lengua no se equivoca, es el cuerpo el que constituye la raíz y la expresión
última de la encarnación. Es necesario tomar en serio la exhortación: «No
sabéis que vuestro cuerpo es el templo del Espíritu Santo que mora en
vosotros?. . Glorificad a Dios en vuestro cuerpo» (1Cor 6,19-20).
Una cierta poesía nos guía aquí, no hacia
lo imaginario, sino hacia la profundidad, hacia un simbolismo verdadero que se
inscribe en la naturaleza de las cosas, que el Logos ordena y que el Pneuma
vivifica.
«El Señor Dios formó al hombre del polvo
de la tierra, sopló en sus narices un soplo de vida y el hombre se convirtió en
un ser viviente» (Gn 2,7). Así se precisa una correspondencia, una analogía-participación
entre el Espíritu, en tanto que soplo vivificante de Dios, y la respiración en
tanto que soplo vital del hombre. El hombre es llamado a mezclar su soplo al
Soplo divino, a «respirar el Espíritu Santo», como escribió Gregorio el
Sinaíta. Es lo que él logra si puede «adherir» a su respiración el Nombre de
Jesús, pues el Espíritu, en Dios como en el hombre, es el «enunciador del
Verbo».
Existe igualmente una analogía semejante
entre el corazón como centro de integración del hombre, «sol del cuerpo», y
Cristo, «sol de justicia», corazón de la Iglesia y, por su intermedio, del universo,
puesto que la Iglesia
no es otra cosa que el universo en vías de transfiguración, vuelto atento a su
corazón. Este tema del Cristo-corazón, corazón de la Iglesia y de cada uno de
sus miembros, es fundamental en un espiritual y liturgista laico de fines de la Edad Media , Nicolás
Cabasillas, que escribía para los laicos y daba a la tradición hesicasta una
tonalidad directamente sacramental.
En efecto, el tema del corazón está
ligado al de la sangre. Cuando el hombre arcaico y, por otra parte, el hombre
bíblico, medita sobre la sangre, la ve líquida como el agua pero roja y
caliente como el fuego. La sangre es, de algún modo, un agua pneumatizada
portadora del misterio de la vida y que sólo pertenece a Dios. Las aguas
simbolizan la vibración original de lo creado bajo el Soplo que suscita la
vida. En el origen el Espíritu reposa sobre las aguas, las incuba, las vuelve
dúctiles a las exhortaciones del Verbo. Y, ciertamente, en nosotros y alrededor
de nosotros, el pecado endurece al ser creado, lo hace insensible al Espíritu.
Solo la sangre que brota del costado y del corazón del Crucificado puede
sacramentar de nuevo la tierra, sólo la sangre eucarística puede encender nuevamente
el fuego del Espíritu en nuestra sangre, en nuestro corazón a condición de que
la existencia en nosotros pierda su dureza, que el corazón de piedra se
disuelva en las aguas nuevamente originales, matriciales, del bautismo, y de
las lágrimas.
A través de esos símbolos que se
corresponden, se puede apreciar como se enlazan el soplo humano y el soplo
divino, la gracia bautismal, la sangre y el corazón.
Todo esto conduce a la idea de una
inteligencia que no es solamente cerebral, inteligencia de la cabeza y de la
racionalidad caídas – que opone o confunde – y también a la idea de un
«sentir», de una «sensación» que no es sólo del corazón orgánico o de las
entrañas.
Por consiguiente, a la idea de una
inteligencia del corazón espiritual (que no coincide totalmente con el corazón
físico pero se encuentra un poco más alto) y de una sensación del corazón
espiritual. Como si el corazón uniera, metamorfoseara, en el crisol de la
gracia, la cabeza y las entrañas, por un conocimiento de fe y de amor, por una
«sensación de Dios» dónde el hombre íntegro se sobrepasa, se equilibra y se
abrasa. La Biblia
habla sin cesar de ese «corazón-espíritu», de ese corazón inteligente. El
Evangelio dice: «Amarás a Dios con todo tu corazón»; en una redacción más
tardía, adaptada a una mentalidad helénica, debió precisar: «con todo tu
corazón y toda tu inteligencia». Pero, bíblicamente hablando, «con todo tu
corazón» es suficiente. «Con todo tu corazón» significa «con toda tu
inteligencia».
El fundamento de esas analogías es la
creación del hombre a imagen de Dios, lo que explica que estén presentes, al
menos en forma parcial en la mayoría de las tradiciones espirituales de la
humanidad. Pero la creación no es realmente restaurada, o mejor, realmente
instaurada, más que en Cristo, y es por ello que todas esas analogías
encuentran en él su origen y su cumplimiento. Es él quién hizo de la humanidad
el Templo del Espíritu, su soplo es el «principio de vida», su carne y su
sangre, asumiendo a través del pan y el vino todo el cosmos y toda la historia
de los hombres, son el único alimento de eternidad.
b) La oración de Jesús, por otra parte,
está, ligada al misterio del nombre.
El tema del nombre se reencuentra por
todas partes en la historia de las religiones, al igual que en la celebración
poética o ritual, de las amistades o de los amores humanos. El nombre ha sido
siempre sentido como la expresión de la Presencia. En las
religiones arcaicas, de las que la magia está a menudo próxima, conocer el
nombre del Dios, es dominar su poder (pero el Dios no es más que la apariencia
de una divinidad impersonal). En la
Biblia el cambio es sorprendente: no se trata de dominar el
poder del Dios, el Dios viviente toma una distancia fulminante, se hace
inaccesible. La invocación del Nombre se hace excepcional y terrorífica. El
tetragramá era pronunciado sólo una vez por año, el día de Yom Kippour, cuando
el gran sacerdote penetraba en el «santo de los santos». E incluso esta
nominación se perdió, fue (¿voluntariamente?) olvidada. Se dijo Adonai, el Señor.
O Elohim, un plural que designa el salto «fuera de sí» del Inaccesible. En las
religiones de la trascendencia pura, Judaismo e Islam, no se pretende conocer
el Nombre; se sabe solamente que Dios estableció soberanamente ciertos tipos de
relaciones con el hombre y que, dada una de ellas, puede ser evocado por un
nombre relativo por definición (no ya entonces el Nombre; sino los nombres: el
Islam cuenta 99). Jesús nos revela el Nombre propio de Dios y es un Nombre
ex-propiado. Dios sale de su trascendencia inaccesible y se revela a nosotros
sobre la cruz. Es en esta kénosis inimaginable, en esta expropiación total, que
nos revela su nombre propio. Jesús, no muy común en el antiguo Israel significa
«Dios Salva», «Dios libera». Pero es sólo después del Gethsemaní y el Gólgota,
después del descenso de Cristo en la muerte y en el infierno, que sabemos de
qué somos salvados, de qué liberados.
La paradoja de lo Inaccesible y del
Crucificado, esa gran antinomia, nos permite balbucir más allá de todo
sentimentalismo la ecuación de Juan: «Dios es amor». Nosotros no invocamos el
Nombre como los pueblos antiguos que querían dominar un poder: ofrendamos a una
presencia infinitamente participable pero simultáneamente inaccesible.
No invocamos ya el Nombre en el temor y el
temblor, como lo hacen el Judaísmo y el Islam, para los cuales se trata sobre
todo de uno de esos nombres que constituyen algo así como el «reverso»
misterioso de lo Trascendente. Dios, para nosotros, volvió al corazón de su
creación por el sí de una mujer y, consumiendo el fuego, viene a nosotros,
«dulce y humilde de corazón» en la presencia de Jesús, en el soplo ligero del
Espíritu, en el balbuceo infantil, tan familiar, tan confiado: abba, Padre, en
el pan y el vino compartidos de la eucaristía.
Es por ello que, contrariamente a lo que
a menudo se piensa, el Nombre propio de Dios, el Nombre expropiado del Amor, no
me parece que se limite a la sola invocación de Jesús. El se despliega en la
fórmula íntegra: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios», y se trata de una fórmula
trinitaria.
La «oración de Jesús», tal como se
estereotipó en los siglos XIII y XIV, «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten
piedad de mi», amalgama el llamado del publicano y el del ciego del Evangelio.
Pero se trata de una invocación trinitaria. Invocamos a Jesús, le llamamos
Cristo y Señor, por consiguiente confesamos su divinidad. Ahora bien, «nadie
puede decir que Jesús es Señor, sino en el Espíritu Santo» (ICor 12,3) Decir
que él es Cristo, es recordar que el Espíritu reposa sobre él, en él, pues el
Espíritu es, desde toda la eternidad, la «unción del Hijo», como lo señalaba
San Gregorio de Niceas. Invoquemos entonces en el Espíritu y designemos al
Espíritu mismo designando la
Unción que hace de Jesús el Cristo. Finalmente, digamos de
éste, que es «Hijo de Dios». Y Dios, en esta fórmula, como en todo el
cristianismo antiguo, es el Padre, «fuente» de la divinidad y «principio» del
Hijo y del Espíritu. Decir «Jesucristo Hijo de Dios» es entrar en el misterio
de la patri-filiación, es nombrar al Padre.
La «oración de Jesús» – y este es el
último elemento de su contexto, del que me parece esencial hablar- se ubica en
una perspectiva sacramental. Tiene por fin una toma de conciencia de la gracia
bautismal, es un reencuentro personal con Cristo, que es al mismo tiempo una
vida-en-Cristo, una «respiración del Espíritu» (puesto que el cuerpo
sacramental de Cristo es un cuerpo «pneumático», un lugar pentecostal), una
actualización de la energía trinitaria que, para un cristiano, no es jamás
impersonal si no se realiza en el Espíritu, por Cristo, hacia el Padre.
El bautismo, y por consiguiente la
crismación, que en el Oriente cristiano es inseparable de aquél, acentúa el
aspecto carismático; el bautismo es la gran iniciación cristiana, descenso en
las aguas de la muerte, descenso en el infierno con Cristo y vuelta a subir con
él y en él; resurrección en Cristo, posibilidad de metamorfosear la angustia de
la muerte en júbilo en el Espíritu. De modo que el bautizado lleva en adelante
en su inconsciente, no sólo los rasgos de su destino individual o colectivo,
sino al mismo Dios (lo que descubren a su manera los «psicoanalistas de la
existencia»).
En adelante, una cierta exterioridad o
impersonalidad de Dios es superada, exterioridad de las religiones de la
trascendencia cerrada donde la fe permanece siendo de orden ético;
impersonalidad de los orientes lejanos donde la inmersión en lo divino disuelve
al hombre.
Mediante el bautismo, el Dios viviente,
el Inaccesible, se vuelve plenamente participable en el «abismo» del corazón.
San Juan Crisóstomo afirma que un adulto,
recibiendo el bautismo, percibe fugazmente una real iluminación, pero que ésta
se oculta en seguida en el inconsciente. Es necesario entonces trabajar, y ese
es todo el sentido de la ascesis, para volvernos conscientes de esta presencia
que ocupa el fondo de nuestro ser. Existe la santidad, además, en nuestra
existencia corporal misma, injertada por el bautismo en el cuerpo del «solo
Santo», existe la santidad en nuestro cuerpo «con-corporal» al suyo, en nuestra
sangre penetrada por la incandescencia eucarística. Es nuestra alma o, más
precisamente, nuestra conciencia, la que se adultera y se prostituye, es ella
la que es necesario volver atenta al misterio presente en el «corazón».
La «oración de Jesús» tiene por fin
«circunscribir lo incorporal en lo corporal», reconstituir la unidad extática
del «corazón consciente». Tomar consciencia de la gracia bautismal no se
separa, por consiguiente, de tomar consciencia de la plenitud eucarística. Vivir
en Cristo es volverse un hombre eucarístico, despertarse a la gran alegría de
la eucaristía que es también una alegría pentecostal, puesto que cada vez que
celebramos la eucaristía entramos en el lugar de un Pentecostés que no
terminará jamás, que anticipa la
Parusía y estallará en toda su fuerza en el momento de la Parusía : «Hemos visto la
verdadera luz, hemos recibido el Espíritu celeste», cantan aquellos que vienen
de comulgar. El fin de la «oración de Jesús» es ayudarnos a estabilizar,
elucidar, interiorizar esta visión de la verdadera luz, esta recepción del
Espíritu. La invocación del Nombre de Jesús debe llegar a ser una «epiclesis»
cada vez más permanente.
El «corazón consciente» es, de este modo,
un corazón eclesial. Es a la vez unificación del hombre y toma de consciencia
de la consubstancialidad, en Cristo, de todos los hombres.
Por esto los carismas que reciben a veces
los espirituales – de curación, de profecía, de clarividencia, de «simpatía»,
de discernimiento de los espíritus, de paternidad espiritual- son ordenados
para la «edificación» de la
Iglesia. Aunque
permanezca solo y anónimo hasta el fin de su vida, el espiritual, por su
solo acto de presencia, es una fuente de bendiciones para la Iglesia , la humanidad y el
universo. Lo envuelve todo en su oración. Es la sal de la tierra y la luz del
mundo, él que no busca, con el apóstol, más que aparecer como «la barredura»
del mundo.
A esta toma de consciencia de la gracia
sacramental se liga, inseparablemente, una lectura adoradora, y como sacramental,
ella también, de la Palabra
de Dios. Es lo que el monaquismo occidental denomina la lectio divina, esa
incorporación casi eucarística del sentido espiritual. Una lectura semejante
permite, luego, llevar en sí una frase o una palabra, como un germen de vida,
como un perfume que ennoblece el alma durante horas. Se deja correr en sí los
salmos, pero si repentinamente una frase, una expresión, toca el corazón, es
necesario guardar en sí, preciosamente, esa herida de trascendencia: «Tu amor
me ha herido, marcho cantándote», decía San Juan Clímaco.
Entre las historias del Desierto, se
encuentra aquella del hombre que encontró a un abba y le preguntó como debía
orar. «Es necesario recitar los salmos», respondió el monje. Y como el otro no
sabía ninguno, le enseñó el primer versículo del primer salmo: «Feliz el hombre
que no marcha según el consejo de los malvados…», agregando: «Ve, medita esas
palabras, luego vuelve y te enseñaré la continuación». El hombre partió y el
monje no lo volvió a ver.
Durante muchos años su meditación se
alimentó de esas pocas palabras, y así se convirtió en un santo…
«Cuando comencé a comprender mejor la Biblia , gracias a la Filocalia , encontré cada
vez menos pasajes oscuros. Los Padres tienen razón en decir que la Filocalia es la llave
que descubre los misterios encerrados en la Escritura ».
Es la hermeneútica de la oración, aquella
de la que tenemos mayor necesidad hoy.
«Comencé a comprender el sentido oculto
de la Palabra
de Dios», agrega el Peregrino, «descubrí lo que significan expresiones como ‘el
Hombre interior del corazón’, ‘la oración verdadera’, ‘la adoración en
espíritu’, ‘el Reino en nuestro interior’, ‘la intercesión del espíritu’.
Comprendí el sentido de estas palabras: ‘Vosotros estáis en mi’, ‘estar
revestido en Cristo’, y muchas otras».
Se comprende que el Oriente cristiano
haya llamado graphai, escrituras, indistintamente a la Biblia , sus comentarios
litúrgicos y sus comentarios místicos; y también que ciertos espirituales de
esta tradición hayan podido afirmar que la destrucción material de la Biblia no habría tenido
para ellos ninguna importancia, no sólo porque la sabían de memoria, sino
porque habían penetrado su corazón. En el límite, el corazón virgen del santo
“iletrado” (agrammatos) se convierte en la página blanca dónde Dios inscribe
directamente, en caracteres de fuego, su Verbo.
2.-
ORAR SIN CESAR
El problema que ha atormentado a la
espiritualidad oriental se resume en esta interrogación: ¿Cómo orar sin cesar?
¿Cómo ser, no solamente un hombre que participa, cada domingo, o más a menudo,
en la eucaristía, sino, según el precepto paulino que hemos citado
anteriormente, un «hombre eucarístico»? No solamente un Hombre que santifica el
tiempo orando, según un símbolo solar, un símbolo del día y de la noche, en las
principales «horas» de la jornada, sino un «hombre litúrgico» capaz de
santificar cada instante. Los grupos de monjes «acématas» se sucedían en el
coro para que la salmodia no se interrumpiera jamás: pero eso no constituía una
solución personal.
Una buena respuesta es hacer todo en el
sentimiento de la presencia de Dios, bajo su mirada, con gratitud hacia él y
atención para con el prójimo «En todo pensamiento y acción por la cual el alma
rinde culto a Dios, ella está con Dios» dice Macario el Grande. La oración
incesante, según San Máximo el Confesor, «es tener el espíritu aplicado a Dios,
en una gran reverencia y un gran amor… contar con Dios en todas nuestras
acciones y en todo lo que nos sucede».
Uno de los interlocutores del Peregrino
ruso le explica que la oración interior es la celebración misma del universo y
de la vida, el impulso que lleva todas las cosas hacia la plenitud y la belleza
y que corresponde al hombre desvelar ese universal gemido del Espíritu.
He escuchado al Padre Dumitru Staniloaé
responder, ante la misma pregunta, que es necesario recibir al mundo como un
don de Dios, el que nosotros al unísono le restituimos imprimiendo en él la
señal de nuestro amor creador. Todo esto es verdad, todo es importante. Pero si
no se quiere permanecer en las buenas intenciones, en las profundas pero
pasajeras intuiciones, es necesario un instrumento que permita poner todo esto
en práctica. Dicho instrumento es la «oración de Jesús».
«El vigésimo domingo después de la Trinidad escribe el
Peregrino entré en la iglesia para orar. Se leía el pasaje de la epístola a los
Tesalonicenses, en el que se dice: ‘Orad sin cesar’. Estas palabras penetraron
profundamente en mi espíritu, y me pregunté cómo es posible orar sin cesar,
cuando cada uno tiene que ocuparse de determinados trabajos para subsistir».
Entonces se puso en camino. Comenzó su
peregrinaje. Todo destino cristiano es un peregrinaje hacia «el lugar del
oración» donde el Señor nos espera, hacia dónde nos atrae. Los caminos seguidos
en el espacio no hacen más que expresar, que facilitar, por medio de los
encuentros, de las irradiaciones, las intercesiones, que encontremos allí ese
camino interior. Se busca al hombre, a los hombres que nos darán las «palabras
de vida» que nos despertarán a lo que nos es más interior, tan cercano y sin
embargo tan lejano. El Peregrino ruso busca incansablemente, recibe respuestas
parciales, encuentra muchas personas que le hacen avanzar, en sí mismo, hacia
el «corazón consciente», pero no recibe una respuesta decisiva hasta que
descubre un «starets» lo que significa un «anciano»; pero en el gran sentido
espiritual de la palabra.
En el Oriente cristiano – en el Oriente
en general- se ama a la muerte, transparente a otra luz. Una civilización en la
que ya no se ora es una civilización en la que la vejez carece de sentido. Se
marcha a empujones hacia la muerte, se imita a la juventud; es un espectáculo
desgarrante porque – aunque se ofrece una posibilidad, prodigiosa a través de
la última desposesión – sin embargo no se aprovecha. Tenemos necesidad de
ancianos que oren, que sonrían, que amen con un amor desinteresado, que se
maravillen; sólo ellos pueden mostrar a los jóvenes que vale la pena vivir y
que la nada no tiene la última palabra. Todo monje en el que la ascesis ha dado
fruto, es llamado en Oriente, cualquiera sea su edad un «hermoso Anciano». Es
bello con la belleza que sube del corazón. En él las etapas de la vida se
armonizan, sintonizan, se podría decir. Y, sobre todo, lo original es reencontrado:
blanco con una blancura transfigurada, el «hermoso anciano» tiene ojos de niño.
El peregrino encontró uno de esos
ancianos.
«Entramos en su celda y me dirigió las
siguientes palabras: `La oración de Jesús, interior y constante, es la
invocación continua e ininterrumpida del nombre de Jesús, por medio de los
labios, el corazón y la inteligencia, en el sentimiento de su presencia, en
todo lugar y en todo tiempo, incluso durante el sueño. Ella expresa por estas
palabras: ‘Señor Jesucristo, ten piedad de mi’. Aquél que se habitúa a esta
invocación recibe un gran consuelo y la necesidad de decir siempre esta
oración. Al cabo de algún tiempo no puede vivir sin ella, y ella por sí misma
brota en él, no importa dónde, no importa cuando».
El «Señor Jesucristo» o «Señor
Jesucristo, Hijo de Dios» se dice sobre la inspiración. El «Ten piedad de mi»,
o, a veces, «Ten piedad de mi, pecador», sobre la espiración. Esto se hace con
abandono, por amor. En la tradición benedictina antigua, se empleaba de la
misma manera las palabras de un salmo: «Señor, ven en mi ayuda, apresúrate a
socorrerme». La Iglesia
antigua ha utilizado mucho para orar el «Señor, ten piedad», «Kyrie eleison»
(el sentido es más rico que el de la piedad; implica también dulzura, ternura,
misericordia…). Hoy mismo, en el oficio monástico y parroquial ortodoxo, se
suele recitar cuarenta veces seguidas el «Kyrie eleison». Esta última fórmula
conviene mejor para los que comienzan, los penitentes. Es necesaria ya una
cierta familiaridad con la oración para introducir en ella el nombre de Jesús.
Pero no existen reglas. La penitencia, como veremos, dura hasta la muerte.
Y el misterio de la Cruz y el descanso de Cristo
en el infierno permite desde el comienzo la audacia del amor.
3.-
EL ESTADO METÁNICO
El camino hacia el «lugar del corazón»
implica tres grandes etapas que, más que reunirse, se suceden. La primera es la
metanoia, el arrepentimiento. La segunda es la unificación extática del hombre
en el crisol de la gracia. La tercera es la participación en la luz tabórica,
en las energías divinas, gracias al encuentro personal con Cristo, frente al
Padre, en el reino del Espíritu. Esta luz es ya la de la nueva Jerusalén. Cada
vez que un hombre se abre a esta luz, se
termina este mundo y comienza el mundo nuevo. Los monjes, están llamados a
saturar la creación de Parusía, a encender la hoguera en la madera muerta de
las cosas. Todo lo que nosotros, los laicos, podemos hacer de verdadero, de
bueno y de bello en la sociedad y la cultura, tomará lugar en el Reino gracias
a esta brecha escatológica que ellos abren, que ellos constituyen.
La primera etapa – y el basamento de las
otras dos – es, por consiguiente, la etapa del arrepentimiento, la praxis, la
acción ascética. Para el Oriente cristiano que no gusta de la oposición, y que
permanece púdico y casi secreto en los confines de la vida espiritual, no
existe oposición entre acción y contemplación. La acción suprema, es la obra de
la oración. Quién se dedica a la praxis ascética es el único verdaderamente
activo. Las obras, «acciones» humanas, son muy a menudo el resultado
gesticulante de una gran pasividad interior, de una sumisión inconsciente a las
pasiones individuales o colectivas.
«El arrepentimiento», dice San Isaac el
Sirio, «conviene siempre y a todos, al pecador como al justo», y agrega: «Hasta
el momento de la muerte, el arrepentimiento no habrá terminado en su duración
ni en sus obras». Los más grandes ascetas, como Sisoes el Grande, afirman en su
lecho de muerte: «No tengo conciencia de haber comenzado a arrepentirme». Los
monjes, sabiendo que Sisoes estaba gravemente enfermo, se habían reunido a su
cabecera para obtener de él un último mensaje. No obtuvieron otro, pero ése era
el decisivo. En esta actitud de arrepentimiento, la oración de Jesús es, esencialmente,
la del publicano del Evangelio: «Señor, ten piedad de mi, pecador». A menudo se
dice – cuando se lo puede hacer lejos de toda mirada – con grandes o pequeñas
posternaciones, que se llaman «metanías» (es la misma palabra que significa
arrepentimiento).
Ese arrepentimiento tiene un sentido
profundamente personal y ontológico, antes que moral. Metanoia viene de meta
que señala un cambio, y de noeo que significa nuestra aprehensión, individual o
colectiva, de lo real. La conciencia, cuando separada del corazón, está
abandonada a los impulsos de la naturaleza y a las hipnosis de la cultura no
cesa de proyectar sobre la creación de Dios, ontológicamente buena («y Dios vio
que aquello era bueno» dice el Génesis), lo que los espirituales llaman «una tela
de araña», un «ensueño» un «espejismo» -, haciéndose así cómplice de los
artificios del «padre del engaño». Aquí incluso, es necesario entender «engaño»
en sentido personal y ontológico, o mejor «anontológico», la libertad
sublevada, descarriada, asegurando a la nada una especie de existencia
paradojal:
«Seréis igual que dioses»; sin Dios, el
hombre llegará a ser el pequeño dios de sí mismo y del mundo, será rey sin
tener necesidad de ser sacerdote y de ofrecer el mundo en eucaristía. ¡Es a sí
mismo que ofrecerá al mundo! En nuestra civilización que se precipita hacia el
dominio del mundo, pero que, según la expresión de Michel Serres, ignora «el
dominio del dominio»,
¡Cuánta necesidad tenemos de hombres que
acepten ser humildemente los sacerdotes del mundo!
Humilde y realmente: como los monjes. Por
otra parte, en nuestra época, la asfixia espiritual del hombre se inscribe
masivamente en la Historia.
En la historia política con seguridad, donde se coloca la sed de absoluto de
tantos seres cuya vida no tiene otro sentido, en medio de la desintegración de
la materia y la destrucción de lo que los rodea.
«Este mundo – decía San Isaac el Sirio-,
no el mundo de Dios sino la ilusión de los hombres»; este mundo es una
expresión «que engloba aquello que llamamos las pasiones». Las «pasiones» en el
sentido ascético, son la desnaturalización de ese impulso de adoración que
constituye la naturaleza profunda del hombre. Si ese impulso no encontrara en
Dios su cumplimiento, irá a devastar las realidades contingentes,
idolatrándolas y odiándolas simultáneamente, pues espera la revelación de lo
absoluto, que ellas no podrían aportarle (duraderamente al menos: pues todo
tiene sabor de absoluto, pero para ser salvado, no para salvar).
El hombre quiere esperarlo todo de una
clase, de una nación, de una ideología, del arte, del amor humano. Quiere
olvidar la nada que actualmente lo sumerge todo, ampliando su prisión por la
voluntad de poder, por una ternura desesperada, las drogas, las técnicas de
éxtasis. Se desplaza furiosamente en la inmanencia, cambiando de tierra
prometida, terminando por gritar ¡Viva la muerte, desdoblándose, disgregándose,
en un juego fatal de espejos, hasta que surja, como en las novelas de
Dostoievsky, el alter ego diabólico, el «doble» luciferino. El hombre se
convierte en «idólatra de sí mismo», dice san Andrés de Creta en su canon
penitencial: y en el fondo de esta idolatría, está el odio de sí, la nostalgia
del aniquilamiento, el vértigo helado del suicida. Es lo que Máximo el Confesor
llama la philautia, «principio y madre» de todas las pasiones. Que es, traduce
Vladimir Lossky «ipseité» luciferina, replegamiento del mundo y de los otros
hacia sí, curvatura del mundo alrededor de sí, dilatación de la propia finitud
en la inmanencia, hasta que el odio y la muerte tengan la última palabra,
ciclos sin fin de deseo, o Eros ligado en parte con Thanatos. Impulso de ser
que hace surgir la nada. Título banal de la crónica judiciaria: «La amaba
demasiado y la asesiné».
La métanoia es la revolución copernicana
que hace que en adelante el mundo gire, no ya alrededor de mí y de la nada,
sino de Dios Amor, del Dios hecho hombre, que me pide, que me permite, «amar al
prójimo como a mí mismo». La metanoia me hace tomar consciencia de las
ramificaciones del árbol de la nada, en mi propia vida como en la historia
íntegra de los hombres. No se trata de una culpabilización mórbida alrededor de
una concepción farisaica del pecado, sino de una toma de conciencia de ese
estado de separación, de «vida muerta», de exacerbación de la nada, estado en
el cual somos realmente «culpables por todo y por todos».
Entonces comprendo lo que han sido, en
todo su alcance largo tiempo insospechado, mis verdaderos pecados. Entonces
también, como vemos en el destino de los grandes monjes, el arrepentimiento
precede al pecado, un pecado que, probablemente, no será cometido materialmente
jamás. Pensad en las palabras de Cristo cuando se le lleva la mujer sorprendida
en flagrante delito de adulterio, a quien la ley ordena lapidar: «Que aquellos
que jamás pecaron arrojen la primera piedra». Y todos se alejaron. Cristo ha
recordado simplemente la universalidad de ese estado de separación que se
encontraba de algún modo concentrado en el destino de esa mujer. El verdadero
monje es aquel que toma conciencia de ese estado en el que «todos son culpables
por todos». Desaloja a las potencias deífugas, el «doble» demoníaco: de allí
las visiones demoníacas que encontramos en los antiguos relatos. El espiritual
obliga a los demonios a objetivarse, a hacerse exteriores (lo que ellos son
realmente desde que la gracia bautismal los arrojó del «abismo» del corazón),
los aplasta por la fuerza del Cristo vencedor de su «príncipe», de su
principio, triunfador sobre el infierno y la muerte.
No se ha subrayado suficientemente que el
acercamiento apofático del misterio, en el Oriente Cristiano, es un
acercamiento «metánico». Si tomáis los más grandes textos de la teología
apofática, por ejemplo las Homilías sobre la incomprensibilidad de Dios, de San
Juan Crisóstomo, o los Capítulos gnósticos de San Máximo el Confesor, veréis
que la exigencia de adorar al Dios viviente, siempre «más allá», Hyperthéos,
más allá de las imágenes, de los conceptos, de los nombres, más allá incluso de
la palabra Dios, dicha exigencia se acompaña infaliblemente con un llamado al
arrepentimiento. Solamente el temor, el temblor, la muerte ante sí mismo, o más
vale ante su múltiple nada, pueden permitirnos volver nuestra inteligencia
hacia el Inaccesible.
Ese «estado metánico» se convierte
necesariamente en «recuerdo de la muerte», en el fuerte sentido de una
anamnesia.
«Salvémonos sin cesar, en lo posible, de
la muerte», escribe Hesiquio de Batos quién comenta: «Dicho recuerdo entraña la
exclusión de toda vana preocupación. El cuidado del espíritu y la oración
constante, el desligamiento del cuerpo, el odio del pecado; en verdad, toda
virtud activa nace de él. Practiquémoslo, en lo posible, tal como respiramos».
El recuerdo de la muerte no es recuerdo
de la muerte biológica en sí (pues esta es también una misericordia de Dios),
sino el estado espiritual que la muerte biológica simboliza y sella (y al cual,
también, pone fin). Ese recuerdo de la muerte, es descubrir que se está, desde
ahora, en la muerte; que nuestra existencia es una «vida muerta» (la expresión
es de San Gregorio de Nicea) con una dimensión infernal. El gran «duelo» de los
monjes en el Oriente cristiano, está ligado a una teología experimental de la
caída. El starets Silvano ha escrito admirables Lamentaciones de Adán , ante el
inaccesible Paraíso. Si examinamos el arte y la literatura de nuestra época,
tenemos la impresión de una análoga lamentación que no se quiere reconocer, el
llanto desgarrante del nihilismo, atravesado por una risa de burla y por vanas
fugas.
La investigación de nuestra época sondea
la nada desde la perspectiva de la nada, mientras tanto, el «recuerdo» ascético
«de la muerte», no solamente hace lugar a Dios sino que se trueca en recuerdo
de la resurrección.
La teología apofática no exige solamente
un estado metánico. Culmina en la gran antinomia apofática, y esta se inscribe
en una praxis de resurrección. Dios, más allá de Dios, se revela como el
Crucificado, y el Crucificado triunfa sobre la muerte y el invierno. La
separación entre Dios y el hombre se identifica misteriosamente con la herida
del costado abierto por la lanza, de donde brotaron el agua y la sangre, el
bautismo, la eucaristía, la
Iglesia. La Iglesia es la noche que se hace luminosa.
El abismo infernal entre lo creado y lo
increado se convierte, en Cristo, en unión bienaventurada de lo creado y de lo
increado, la divino-humanidad. Del costado traspasado del Dios crucificado se
levanta el alba del Espíritu. En adelante, en Cristo, el espacio de la muerte
se trueca en espacio del Espíritu, la densidad de la angustia deviene densidad
de la fe y, por la fe, la luz divina invade al hombre.
Así la memoria de la muerte se cambia en
«memoria de Dios», en memoria del Dios que se deja aprehender por la muerte
para consumirla y ofrecernos la resurrección. Si los monjes de oriente insisten
tanto sobre el duelo y la conciencia del estado de muerte, no es para
encerrarse en él, sino para encontrar en él a Cristo, para resucitar con él.
Sería necesario aquí todo un tratado de
los vicios y de las virtudes, no en el sentido moral, sino en el sentido
ascético que procura, a través de la libre fe del hombre, las modalidades de su
participación en las energías divinas. Toda «virtud», en efecto, es la
manifestación humana de un atributo divino, y constituye analógicamente, dice
Máximo el Confesor, un aspecto del desvelamiento escatológico del Verbo
encarnado. Me contentaré con recordar y comentar brevemente la oración de San
Efrén, tan a menudo recitada durante los oficios de Cuaresma:
«Señor y Maestro de mi vida,
Esta oración, esencialmente penitencial
(y que se dice en tres grandes metanías) comienza por la afirmación de la
trascendencia del Dios personal, de Dios viviente, en una actitud de fe. La fe
es el punto de partida de la escala de las virtudes, de la que la esperanza
designa el movimiento ascensional, que culmina en el amor. Dios es Dios, yo
sólo existo por su voluntad, él es la fuente de mi vida:
Aleja de mí el espíritu de pereza, de
abatimiento, de dominio, de vanas palabras;
Este pedido enumera los «vicios» mayores,
cuya raíz y principio es justamente la «pereza». La palabra significa el olvido
llevado hasta un verdadero sonambulismo, la opacidad, la insensibilidad ante el
misterio, lo que la
Filocalia , con el Evangelio, denomina la «dureza del corazón»
(y a menudo su «pesadez»). Ese estado de insensibilidad espiritual engendra el
«abatimiento»; en el límite, el disgusto de vivir, la desesperanza, el abandono
al vacío, todas manifestaciones de un nihilismo que alcanza en nuestra época la
importancia de un fenómeno histórico: época, de niños mimados que lo quieren
todo inmediatamente, y que rápidamente se desalientan y se abandonan al vértigo
de la nada.
Es verdad que existen también las
conductas de fuga. Las principales son el espíritu de «dominación» y el de las
«vanas palabras». La dominación quiere olvidar la nada hipertrofiando el yo. El
yo, inflado de nada, destruye o somete a los otros, pretende el saber absoluto
y el poder absoluto, vacía a los otros de su misterio y los hace gravitar alrededor
de su propio vacío. Es la autodeificación de la nada.
Las «vanas palabras» designan, no sólo en
la vida cotidiana, las palabras que cosifican al otro y lo hacen infinitamente
lejano – en definitiva, tarea de asesino – sino, más largamente, todo ejercicio
del pensamiento y de la imaginación que se substrae de las fuerzas del corazón
y que se convierte en un juego autónomo de la voluntad de poder o de los
fantasmas.
Otórgame, a mí, tu servidor, un espíritu
de integridad, de humildad, de paciencia y de amor;
He aquí el movimiento de las virtudes; la
fe, fundamento, es recordada en primer lugar: el hombre es un «servidor». La
«integridad» sintetiza el conjunto: ella evoca la unificación de la existencia
en el reencuentro con el Dios viviente y el prójimo, la asunción en la fe, la
esperanza y el amor, tanto de la inteligencia como de toda otra fuerza vital.
La «humildad» es la inscripción concreta
de la fe en lo cotidiano, la expresión de la revolución copernicana que nos
arranca a la philautía para devolver a Dios su distancia y su proximidad. Para
los Padres népticos, es la virtud fundamental, propiamente evangélica, la
actitud que diferencia al publicano (cuyas palabras son retomadas en la
«oración de Jesús») del fariseo infinitamente virtuoso pero tan poco sensible a
la gracia, a la gratuidad de la salvación.
San Juan Clímaco ha recordado
vigorosamente esa fuerza paradojal de la debilidad: «No he ayunado, no he
velado, no he descansado sobre el suelo, pero me he humillado y el Señor me ha
salvado».
De la fe y la humildad nace la paciencia.
La paciencia es la humildad en acto.[30]
Tal como ésta expresa la fe, lo mismo la
paciencia está animada por la esperanza. Es lo contrario del abatimiento, que
proviene del deseo de tener todo inmediatamente. Es la gratitud por las migajas
que caen, de la mesa del festín mesiánico. Es, sobre todo, una confianza total
cuando Dios se retira, cuando sus caminos parecen incomprensibles. Los Padres
han evocado a menudo «la paciencia de Job». Job rehusa los razonamientos teológicos,
pero, habiendo contestado Dios; no lo niega, permanece con él, sabe que alguien
lo busca a través de la experiencia misma del mal radical.
Aquel que ama, «da su vida por sus
amigos». No busca el dominio, sino el servicio.
Vaciándose de sí mismo, para dejar lugar
a Dios, se abre al otro, recibe sin juzgar, discierne a la persona más allá de
sus personajes, que él exorciza en silencio. Hace brillar la verdadera vida.
Si, Señor Rey, otórgame ver mis pecados y
no juzgar a mi hermano, pues tú eres bendito por los siglos de los siglos,
amén.
La última petición, que cierra la oración
sobre una bendición, recuerda las condiciones del amor: «ver sus pecados» y «no
juzga»r. «Ver sus pecados», hace entrar en la exhortación primera del
Evangelio: «Arrepentíos, pues el Reino de Dios está próximo». El hombre toma la
medida de su separación y de su orgullo. Se abre a la alegría del Reino. No
tiene otro espacio para existir, en adelante, más que la misericordia de Dios.
«Es más difícil ver sus pecados que resucitar muertos», dicen los Padres
népticos. En verdad, ver sus pecados, es entrar en la resurrección de los
muertos. Por allí se llega a ser aquél que es capaz de recibir al otro como a
un hermano, sin juzgarle. Debo todo a Dios –para parafrasear una petición del
Padrenuestro- y el otro no me debe nada, todo es gracia, él mismo es gracia, él
es mi hermano, yo no juzgo; soy juzgado, y la cruz es el «juicio del juicio» y
el Señor es «bendito por los siglos de los siglos».
La oración de San Efrén resume el ayuno:
que no es sólo del alimento para el cuerpo sino también de las imágenes (y esto
no es fácil en nuestra «civilización del espectáculo»), de las pasiones, del
deseo de dominar y de juzgar a los otros.
A través de esta sobriedad de todo el
ser, por la cual el hombre aprende a vivir, no de los alimentos de la
inmanencia (físicos, pero también psíquicos) sino de «toda palabra que brote de
la boca de Dios», no es un masoquismo mórbido lo que se instaura, sino una real
libertad: «Sé rey en tu corazón, reina con altura pero con humildad, ordenando
al reir: ¡ve! y él va; a los dulces llantos: ¡venid!, y ellos vienen; y al
cuerpo, servidor y no tirano: haz esto, y él lo hace».
4.
LA «VIGILANCIA» Y LA «TERNURA»
El olvido es el gigante del pecado, dicen
muy a menudo los Padres népticos. Olvido: dureza del corazón, como acabamos de
ver, pesadez opaca del corazón. El hombre muy a menudo, vive como un autómata,
en una temporalidad sin presente dónde el porvenir no cesa de hacer sombra
sobre el pasado. El hombre no sabe que Dios existe, que viene hacia él y lo
ama. No sabe que en el perdón y la luz de Dios, todo existe para siempre. [31]
El recuerdo de la muerte disloca esta
zona aparentemente clara, bien balizada, que el hombre recorta de la superficie
de la existencia. El trueque del recuerdo de la muerte en recuerdo de Dios
desencadena el despertar, como el de Jacob visitado por el sueño (y para
nosotros, Cristo es nuestra escala, para siempre). «Ciertamente el Señor está
en ese lugar, y yo no lo sabía. Tuve miedo y dije: ¡Que temible es ese lugar!
Aquí es la casa de Dios, aquí es la puerta de los cielos» (Gn 28,16-17). El
despertar es escatológico: Cristo es la Escala , es el último instante, el juicio y el
«juicio del juicio», la transfiguración universal. El despertar es la vigilia
de las vírgenes prudentes. No es que ellas sean más virtuosas que las otras,
nota San Serafín de Sarov, «pues las otras también habían sabido conservar su
integridad. Pero su lámpara está provista de aceite, y el aceite es la gracia
estremecedora del Espíritu respondiendo a la fe y a la humildad».
Nicolás Cabasillas, que escribió para los
laicos dedicados a las ocupaciones del siglo, les pide solamente que recuerden,
en todo tiempo, que Dios nos ama con un amor exagerado – manikis éros.
«Ya sea que vayáis, que vengáis, que
trabajéis, que habléis, que este pensamiento os sacuda a menudo. Dios os ama.
El os ama de tal modo que por vosotros ha salido de su impasibilidad hasta
morir de amor por vosotros. El ha querido, por vosotros, llegar a ser aquél que
da su vida por sus amigos, él, el Inaccesible». El desciende, busca al esclavo
a quien ama, El, el rico, se inclina hacia nuestra pobreza». «Se presenta a sí
mismo, declara su amor, ruega que le pague en cambio… Rechazado, no se ofende,
espera pacientemente como un verdadero amante. Mendigo de amor, ladrón de amor
que viene en la noche, que viene en mi noche. El Hágase de la Virgen le ha permitido
retomar por el interior su creación, nos espera en el abismo del corazón,
golpea la puerta de nuestra conciencia a partir de ese corazón, a partir de lo
más profundo de nosotros. Pues se ha convertido en nuestro alter ego, dice
Cabasillas.
El no nos pide, en primer lugar, que lo
amemos, sino que comprendamos cuánto nos ama. Entonces nos despertaremos.
Nepsis: es el despertar, la vigilia, la vigilancia. En el sentido más amplio,
pues nuestra existencia toda entera es entorpeciente, pero también en el
sentido más preciso, que nos recuerda el simbolismo litúrgico del día y de la
noche, de la luz y las tinieblas, de la luz que brilla, en adelante, en las
tinieblas. El «néptico» practica la «guardia del corazón»: mantiene abierto el
camino entre la conciencia y el santuario interior, el sol secreto que las
nubes de las «pasiones» intentan cubrir sin cesar. Atraviesa el «océano fétido
que nos separa de nuestro paraíso interior».
La conciencia, armada con el Nombre de
Jesús, debe escrutar atentamente los logismoi – la palabra viene del Evangelio
– es decir los pensamientos como impulsos germinativos que querrían enternecer
el corazón. O el pensamiento es bueno, creador; y es necesario reforzarlo
revistiéndolo con la bendición del Nombre, o el pensamiento es el germen de una
obsesión, de una pasión, y entonces será necesario aplastarlo contra el
peñasco, como a los hijos de Babilonia; y el peñasco es el Nombre.
Teniendo cuidado de descolocar la fuerza
vital que ella movilizaba, para pacificarla y transformarla, durante la lucha
contra la obsesión naciente, la invocación debe acelerarse, hasta que llega la
paz. [32]
La noche es particularmente propicia a
este ejercicio de discernimiento y de metamorfosis, aspecto fundamental de la
nepsis: a la vez, porque ella es silencio y recogimiento, pero también porque
ella es tinieblas. El monje va a la noche como iba al desierto, para enfrentar
las potencias déifugas, para hacer brillar en el infra-consciente, no sólo
individual sino pan-humano y cósmico, la luz del supraconsciente. Lo que
importa es penetrar ese bloque de noche y de desierto que llevamos en nosotros.
El sueño debe ser moderado, a veces traspasado por el oficio de medianoche, a
veces suprimido por una larga vigilia. Es necesario intentar dormirse invocando
el Nombre divino-humano, para que la oración penetre el sueño mismo. «Orar en
una sola palabra. Tú debes estar presente al acostarnos como en nuestro
despertar».
Para los laicos, como para aquellos que
son débiles, Cabasillas recomienda confiar la guardia del corazón a la sangre
eucarística. Mientras un gran monje podría (como lo hizo Santa María Egipciana)
no comulgar más que una vez después de toda una vida de preparación recibiendo
entonces, en entera conciencia, la comunión como una fuente deificante, los
débiles, dice Cabasillas, deben comulgar a menudo. Es entonces la sangre
eucarística la que guardará su corazón, y Cabasillas no recomienda nada más que
breves meditaciones en las que tomamos conciencia del «amor extremado» de Dios
por nosotros.
Aquí, en este recuerdo de la muerte que
llega a ser recuerdo de Dios, se ubica el misterio de las lágrimas, el carisma
de las lágrimas. La civilización occidental se ha convertido en una
civilización donde no se llora. Es por ello que nos dedicamos, en el arte como
en la calle, a gritar ciegamente. Como si los jóvenes quisieran liberar en
ellos el gemido del Espíritu y no supieran cómo hacerlo… Ahora bien, cuando el
hombre recibe el don de las lágrimas, es el Espíritu el que llora dulcemente en
él, dice Simeón Metafraste comentando a Macario el Grande. Las lágrimas
espirituales son un agua bautismal en la que se disuelve la dureza del corazón.
Cuando llora, el espiritual vuelve a ser como las aguas originales ofrecidas al
soplo del Espíritu.
Las lágrimas son, en primer lugar,
lágrimas de penitencia; nacen «de una muy profunda humildad» . Son las lágrimas
del recuerdo de la muerte, del pecado comprendido en toda su profundidad, en
sus ramificaciones y sus encadenamientos insospechados. Pero, poco a poco, por
el recuerdo de Dios, las lágrimas de arrepentimiento se transforman en lágrimas
de gratitud, de admiración y de alegría. «La fuente de las lágrimas después del
bautismo es algo más grande que el bautismo», decía San Juan Clímaco. Aquél que
se revistió de lágrimas como de un traje de bodas, ése conoció la
bienaventurada sonrisa del alma, pues sonreír a través de las lágrimas, es
símbolo de resurrección. Y las lágrimas carismáticas, que corren dulcemente,
sin contracción del rostro, tienen ya algo de una materialidad transfigurada.
El canto de las lágrimas es una de las
llaves del arte litúrgico ortodoxo; ya sensible en el monaquismo bizantino, se
manifiesta muy particularmente en la ortodoxia de lengua árabe, cuyo canto, un
poco nasal, es la voz de la lágrimas. [33]
Igualmente, esta «dolorosa alegría», esta
«bienaventurada aflicción», es probablemente una de las llaves de la
iconografía ortodoxa – cuya obra maestra es, tal vez, la «Virgen de la
ternura».
Ternura, katanyxis, oumilenié, otra
palabra decisiva en el vocabulario hesicasta. Las lágrimas son «lágrimas de
dulzura». Lo contrario de la skléro-cardia, es la «ternura divina del corazón».
Toda la fuerza de pasión del asceta, descolocada de las «pasiones», crucificada
por el «recuerdo de la muerte», purificada e iluminada por las lágrimas
carismáticas, se convierte en una inmensa ternura paterno-maternal, una capacidad
de recibir sin juzgar, percibiendo siempre, más allá del pecado, el misterio
irreductible de la persona. Carisma de la «simpatía», que envuelve al otro con
una alegría de resurrección y le hace comprender que es amado.
Carisma de femineidad espiritual, según
la imagen de la Madre ,
«capacidad de alumbrar a Dios en las almas devastadas», como decía Paul
Evdokimov.
5. Una unificación ex-céntrica
No es justo separar las dos etapas
siguientes, – de las que la metánica constituye la base indispensable -, la de
la unificación de la conciencia y del corazón, y la de la transfiguración en la
luz divina. La unificación, en efecto, no es extática por sí misma. Es porque
el hombre sale de sí mismo, de su naturaleza, para unirse a Dios, que él puede
pacificar y reunificar esta naturaleza. La profundización en la existencia, el
despertar progresivo del «corazón consciente» dónde se transfiguran a la vez la
inteligencia y la fuerza vital del hombre, la experiencia simultánea de la
consubstancialidad de todos los hombres, «miembros los unos de los otros» en
Cristo, todo contribuye, en el dinamismo que va de la fe al amor por medio de
la esperanza, a realizar poco a poco una unificación excéntrica. Ex-céntrica,
porque el hombre se recoge en su corazón, que en sí mismo no es más que el
lugar de transparencia a una luz increada, es decir cuya fuente está siempre
más allá. Ex-céntrica, pues el hombre asume la naturaleza humana reunificada en
Cristo en la medida en que, por auto-trascendencia personal, adhiere con toda su
fe a la persona de Cristo. Esta trascendencia del hombre en el desconocimiento
responde misteriosamente a la tras-consciencia del Dios vivo en la kénosis. Las
energías divinas unificadoras son el contenido de un reencuentro. La «oración
de Jesús» puede revestir formas «técnicas»’, psico-somáticas, para favorecer
esta unificación del espíritu y del corazón. Indicaciones bastante precisas se
encuentran en los textos de los siglos XIII y XIV, cuando se produjo, en el
mundo bizantino, un potente renacimiento del hesicasmo. El recurso a la palabra
escrita prueba que los maestros habían desaparecido y también que el hesicasmo
no es un esoterismo con sus líneas ininterrumpidas de maestros a discípulos,
como en el sufismo, sino la realización consciente del misterio cristiano,
siempre susceptible de renacer de la vida sacramental y de la penetración
espiritual de las Escrituras. Nil Sorsky, en el siglo XVI, el strarets Silvano
en el XX, reenvían al aprendiz, si no encuentra maestro, a la meditación de la Biblia y de los Padres, a
[34] una profunda vicia sacramental, al respeto de los «mandamientos de
Cristo», en fin, a los consejos de todo confesor de buena voluntad, aunque no
entienda nada del «método»: si uno se remite a él en la confianza y en la
humildad, Dios mismo nos guiará por su intermediación.
A fines del siglo XIII y durante el XIV,
en un período muy turbulento, muchas cosas fueron confiadas a la palabra
escrita: se trata de los textos de Nicéforo el Solitario, (que constituyen una
pequeña Filocalia dentro de la grande), del autor anónimo del «Método», de San
Gregorio Palamas, de San Gregorio el Sinaíta, de Calixto e Ignacio
Xanthopoulos. Elconjunto de extractos concerniente a las técnicas de la oración
fue establecido por Jean Gouillard que lo completó utilizando ciertas
indicaciones de San Nicodemo el Hagiorita.
A la salida, y sobre todo a la puesta del
sol, dicen esos textos, es necesario, para orar, encerrarse «en una celda
tranquila y oscura», «en un lugar apartado, en un rincón». Mientras que, para los
principiantes, la oración de Jesús se dice de pie, con y sin posternaciones, se
recomienda aquí sentarse en un asiento bajo o inclinarse apretando el pecho,
sea simplemente apoyando el mentón sobre él, o curvándose extremadamente, en un
movimiento «circular» del cuerpo, inclinando la cabeza hacia las rodillas, no
sin un «dolor del pecho, de las espaldas y de la nuca». Si uno se contenta con
inclinarse apoyando el mentón o barbilla sobre el pecho, es la mirada la que
cerrará el círculo, fijándose sobre el mismo pecho o «sobre el centro del
vientre, es decir, sobre el ombligo».
Dichas posturas tienen un sentido en el
que se expresa la realidad simbólica, sacramental, del cuerpo. Manifiestan, y
por consiguiente favorecen, la concentración de todo el compuesto humano sobre
el corazón, en un movimiento que, porque es incómodo (a diferencia de la
facilidad soberana buscada por el yoga), no es de dominio sino de ofrenda. Así,
dice Nicodemo el Hagiorita, «el hombre ofrece a Dios toda la naturaleza
sensible e intelectual, de la que es el vínculo y la síntesis».
Los hesicastas se refieren, a este
respecto, al «movimiento circular del alma», del que habla Dionisio el
Aeropagita en los Nombres divinos: «El movimiento circular del alma, es su
entrada en ella misma por el desligamiento de los objetos exteriores y el
enroscamiento unificador cíe sus potencias».
Igualmente, la fijación de la mirada
sobre el ombligo, es decir sobre el centro vital del hombre (todo un estudio se
impondría aquí para saber si se puede adelantar una comparación con el hara
japonés), no es una simple comodidad de concentración, sino significa que toda
la fuerza vital del hombre, «metamorfoseándose en el corazón consciente». debe
también llegar a ser ofrenda. Dios puede así hacer suya, dice San Gregorio
Palamas, la «parte concupiscible» del alma, Él puede «devolver el deseo a su
origen», es decir el eros por Dios, del que hablan tan profundamente San Juan
Clímaco y el Apocalipsis, que lanza su llamado al «Hombre de deseo».
De este modo, también el cuerpo se «une a
Dios por la fuerza misma de ese deseo».
«Aquellos que se ligan a los placeres
sensibles de la corrupción agotan en la carne toda la potencia de deseo de su
alma y llegan a ser íntegramente carne. El Espíritu no podría morar en ellos. Por
el contrario, en aquellos que elevan su espíritu hacia Dios y establecen su
alma en el amor de Dios, su carne transformada comparte el impulso del espíritu
y se une a él en la comunión divina. Llega a ser, ella también, el dominio y la
casa de Dios. Esta transfiguración del eros en el ágape, es una constante en
esta tradición: ‘Que el eros físico sea para ti un modelo en tu deseo de Dios’,
escribía San Juan Clímaco, quien decía incluso: ‘Felices aquellos que no tienen
una pasión menos violenta por Dios que la del amante por su bienamada’».
En dicha postura, es necesario «recoger
el espíritu» y «hacerlo descender», «impulsarlo» hacia el corazón, utilizando
el movimiento de la inspiración. La curvatura del cuerpo permite «comprimir» la
respiración. Se «retiene el soplo» el mayor tiempo posible pronunciando las
palabras de la oración. Luego se expulsa el aire, «con los labios cerrados».
Esto de pie. El espíritu, atraído por la posición incómoda del cuerpo «se
recoge así más fácilmente». «El corazón, molesto por la retención respiratoria,
es más fácil de ‘encontrar’». A continuación, «el vaivén del soplo se hace más
y más lento». La invocación no se pronuncia ya por medio de los labios, incluso
casi en silencio, se realiza de una manera interior. «Llega un día en que el
espíritu, entrenado, ha hecho progresos y recibe poder del Espíritu para orar
total e intensamente: entonces, no tiene necesidad de la palabra».
Una vez que el espíritu «descendió» en el
corazón, no debe tener otra ocupación que el grito de «Señor Jesucristo, Hijo
de Dios, ten piedad de mí». La fórmula empleada será – sin que el cambio sea
demasiado frecuente «pues las plantas demasiado trasplantadas no prosperan» –
tanto «Señor Jesucristo, ten piedad de mí», como «Hijo de Dios, ten piedad de mí».
Cuando el espiritual «haya progresado en el amor por medio de la experiencia» y
haya obtenido, por medio de la gracia, la evidencia de la misericordia divina,
abandonará el «ten piedad de mí», para concentrarse en las palabras «Señor
Jesucristo, Hijo de Dios», que dirigen el espíritu inmaterialmente hacia aquél
que ellas nombran. Los «adelantados» y los «perfectos» se contentarán con la
sola invocación del Nombre de Jesús.
La oración debe ser dicha «con todo su
amor» y con toda su inteligencia, aplicándose al sentido de las palabras. Ella
limpia el polvo de las imágenes mentales, que empaña el «espejo», del corazón.
El corazón, así purificado se ve a sí mismo enteramente luminoso “se eleva en
el amor y el deseo de Dios, se descubre colmado de la «luz thabóríca» que
brilla en el Cristo transfigurado, llega a ser ese apacible «espejo de Dios»
dónde se imprime la «fotofanfa» de Cristo y, en ella, la verdad de los seres y
de las cosas.
Es necesario tener en cuenta siempre el
hecho de que el occidental de hoy difiere mucho del tipo de hombre para el que
fueron escritos estos textos. El hombre de las antiguos civilizaciones disponía
de un sólido eje vital. Estaba arraigado en el silencio y en la lentitud.
Conocía la fatiga profunda que, a su manera, purifica y renueva. Estaba cercano
a los seres y las cosas. El hombre de hoy, el de la civilización urbana e
industrial, vive mucho más en la superficie de sí mismo. Está habitado por
ruidos e imágenes apresuradas. Está nerviosamente agotado, pero conoce
raramente la grande y buena fatiga del cuerpo. Está sólo en la multitud, ha
perdido el contacto con las cosas, con la verdadera materia. Se aturde con
alimento e impresiones. Para romper el caparazón de lo artificial y lo
mecánico, sólo le queda el erotismo. Pero éste también se vuelve artificial y
mecánico.
Es por ello que se hace necesario
transcribir aquí algunas líneas pertinentes de Paul Evdokimov:
«En las condiciones de la vida moderna,
bajo el peso del surmenage y de la usura nerviosa, la sensibilidad cambia. La
medicina protege y prolonga la vida, pero al mismo tiempo, disminuye la
resistencia al sufrimiento y a las privaciones. La ascesis cristiana, que no es
más que método al servicio de la vida, buscará entonces adaptarse a las nuevas
necesidades. La Thébaida
heroica imponía ayunos extremos y molestias: el combate se desplaza
actualmente.
El hombre no necesita un dolor
suplementario que produciría el riesgo de quebrarlo inútilmente. La
mortificación consistirá en la liberación de toda necesidad de ‘dopping’,
velocidad, ruido, excitantes, alcohol de todo tipo. La ascesis será, más vale,
el reposo impuesto, la disciplina de calma y de silencio, periódica y regular,
en la que el hombre reencuentra la facultad de detenerse para la oración y la
contemplación, incluso en medio de todos los ruidos del mundo.
El ayuno será el renunciamiento a lo
superfluo, el compartir con los pobres, un equilibrio sonriente».
En este contexto, algunos de los
espirituales ortodoxos más experimentados, desaconsejan actualmente «hacer
descender» la oración en el corazón de una manera voluntarista. Se corre el
riesgo, así, de falsear el equilibrio nervioso, y de perder irremediablemente
la posibilidad de «encontrar su corazón». Es necesario, por consiguiente,
contentarse con utilizar el ritmo de la respiración y orar, cuando es posible
«con todo corazón», en el sentido popular de esta expresión. Un día, tal vez,
Dios, por su gracia, hará descender la oración en el corazón: pero es necesario
remitirse enteramente a él, no crisparse, no querer. El hombre de Occidente,
dice Heidegger, se caracteriza por «la voluntad de voluntad». Es necesario
aprender, primero, a abandonarse, y ese es realmente el sentido profundo de la
«oración de Jesús».
Nicolás Cabasillas, que escribía para los
laicos, para los habitantes de una gran ciudad, nos presta aquí una enorme
ayuda. No es necesario querer guardar su corazón, sino confiarlo a la sangre
eucarística. Es necesario partir del centro, y el centro es Cristo, corazón de la Iglesia , alter ego de cada
fiel. El amor responde al amor, las fuerzas del corazón iluminado por la
presencia del Señor se liberan. Se trata menos de quebrar la corteza de la
existencia para encontrar el lugar del corazón que de dejar brillar el sol del
corazón, cuyo resplandor modificará, poco a poco, desde adentro, la corteza de
la existencia.
Sabemos bien, actualmente, que un
defecto, un vicio combatido en la superficie de la psiquis se oculta pero no se
cura. Se llega a ser moderado, pero se prefieren los alimentos azucarados y se tienen
susceptibilidades del antiguo niño. Se triunfa sobre todo vicio aparente, pero
se vampiriza las almas bajo pretexto de guiarlas.
Cristo, en el Evangelio, parte siempre
del centro, se dirige directamente a la persona, provoca la inversión del
corazón. La metanoia, en el amplio sentido del término es esto: dar vuelta el
corazón, dejar que el Señor lo llene de luz. La ascesis, a continuación,
consistirá en separar poco a poco los obstáculos que impiden el paso de esa
luz.
Cuando el futuro San Doroteo ingresó en
el monasterio quiso practicar inmediatamente las virtudes más abruptas y la
oración perpetua. Su padre espiritual el Anciano recluido Bar sanufio le pidió
por el contrario que construyera un pequeño hospital y se dedicara a los
enfermos. Más tarde, Doroteo se quejaba de obsesiones carnales. Barsanufio, en
un «contrato» famoso en la historia de la paternidad espiritual, le pedía que
no se preocupara por ello, que él tomaba todo sobre sí. Por el contrario,
Doroteo se comprometía, sobre puntos precisos, a una actitud de confianza, de
humildad, de caridad. Partía del centro, dejaba brillar el sol interior; poco a
poco, sus tentaciones desaparecieron por sí mismas.
La «oración de Jesús» puede ayudarnos
mucho a esta reconstitución de un eje vital bajo el sol del corazón.
Los viejos monjes dicen que no es
necesario temer los momentos de «plérophoria», de plenitud, experimentada en el
mismo cuerpo. Enseñan, en la perspectiva de la resurrección, un uso no-pasional
de la alegría de ser. Piden que se «circunscriba lo incorporal en lo corporal»
hasta vivir con gratitud una humilde y grave sensación. Marchar, respirar,
alimentarse, tocar la corteza de un árbol, todo puede llegar a ser celebración,
«El nombre de Jesús llega a ser una especie de llave que abre el mundo, un
instrumento de ofrenda secreta, un colocar el sello divino sobre todo lo que
existe. La invocación del nombre de Jesús es un método de transfiguración del
universo».
Conviene que un ejercicio de
relajamiento, de toma de conciencia del cuerpo; no termine por una euforia
inmanente, o por el sueño sino por la invocación. Cuando más el hombre se
pacifica y se interioriza, más debe orar en la humildad y la confianza, en
«espíritu de infancia», tendido hacia un reencuentro, en Cristo, con Dios Padre,
«abba, Padre», como si se orara por primera vez. Esta actitud, sola, puede
permitir utilizar discretamente ciertas técnicas asiáticas de concentración,
tan a la moda hoy.
Conviene que la invocación esté presente
en la amistad y el amor. En cuanto a su esplendor, necesario en las relaciones
sociales y los ritmos de trabajo, esa podría ser la medida, el críterio de una
acción perseverante y creadora de los cristianos en la sociedad.
Simultáneamente, pero poco a poco,
interviene la tercera etapa, la de la participación en la luz increada en la
comunión al Señor Jesús, comunión trinitaria, lo hemos dicho, pues, en la
interioridad del Espíritu, ella nos conduce hacia «el seno del Padre». Gregorio
el Sinaíta dice que la oración comienza a brotar en el corazón como las chispas
de un fuego alegre: la luz increada se manifiesta primero por los toques de
fuego de una indecible dulzura. Luego, dice el mismo Gregorio, en el corazón
hecho consciente, la oración «opera como una luz de buen olor».
No se trata de éxtasis ni de visiones.
Las exaltaciones místicas de los principiantes deben ser rápidamente
sobrepasadas, pues ellas podrían ser fuente de complacencia y de orgullo. El
Señor, entonces se retira para que el hombre conozca el último despojamiento, a
partir del cual será deificado, pero por pura gracia. Los grandes espirituales
piden desconfiar de las visiones, pues Satán puede disfrazarse de ángel de luz.
La liturgia, la salmodia, los iconos sobre todo, están allí para hacer entrar
al asceta, más allá de todo fantasma, en una sobria y muy real comunión. Los
criterios del encaminamiento justo son la paz, la dulzura, la humildad y no la
exaltación que deja el alma turbada y, sobre todo la capacidad de amar a sus
enemigos, según la exhortación evangélica.
Sin duda, los más grandes – los más
humildes -, aquellos que alcanzaron el estadio de la oración ininterrumpida que
yo evocaré a continuación, han, por añadidura, atravesado los mundos angélicos,
penetrando hasta el trono de Dios, (el corazón inflamado se identifica aquí con
el carro de Elías; como en el mito judío), percibido los fundamentos del mundo
creado y los confines de la historia, recibido la visita de la Madre de Dios y los santos.
Pero, el final normal de esta ascesis es, a partir del corazón, la transfiguración
de todo el ser (comprendiendo también el cuerpo), la transfiguración de lo
cotidiano por una luz que es un fuego, que no es una emanación anónima sino el
resplandor mismo del Resucitado la presencia secreta del Espíritu, la
transformación de la trascendencia inaccesible en paternidad amante. La visión,
la audición, la inteligencia, el amor, todo se reúne en una única «sensación de
Dios», todo es luz, pero esta luz es increada, es decir que reenvía a una
fuente a la vez inaccesible por esencia y participable por gracia. Todo es luz,
pero esta luz es el contenido de un encuentro, de una comunión.
El hombre entra entonces en un ritmo
inagotable de énstasis – éxtasis. San Gregorio de Niza, a partir de un
participio pauliano («tendido hacia»), formó aquí el término de epectasis,
dónde épi designa el en-stasis, la infinita proximidad de Dios, que se vuelve
enteramente participable, mientras que ek designa el ektasis, la tensión amante
hacia ese Dios cuya distancia no es abolida, «aquél que se busca siempre», en
el desconocimiento de la fe, pues enteramente permanece inaccesible.
Esta distancia, sin cesar colmada en
Cristo, sin cesar reabierta hacia el abismo del Padre, esta
distancia-participación, constituye el lugar mismo del Espíritu-; ella se
inscribe y nos inscribe en el misterio de la Trinidad ; el alma, en
vías de deificación, el corazón consciente, que se inflama y se eleva con las
alas de la paloma llegan a ser, para retomar una expresión de Jean Daniélou,
universo espiritual en expansión. Y lo que es verdad en la relación con Dios se
hace verdad en la relación con el prójimo, y también admiración ante la cosa
más humilde.
La ascesis néptica nos hace comprender
definitivamente que el cristianismo no es una ideología, que no es un saber
absoluto, sino el desconocimiento amante de la fe y de la diaconía. Cuánto más
conozco a Dios, más se me hace maravillosamente desconocido. Cuánto más conozco
al prójimo, más lo reencuentro con la sorpresa de la primera vez. Cuanto más
conozco la creación de Dios, más embargado quedo por su misterio (habría allí,
yo creo, el germen de una nueva lógica científica, mostrando que es la
irreductibilidad del misterio lo que suscita el dinamismo de la investigación).
La vida eterna comienza, así, desde aquí
abajo. Se va «de comienzo en comienzo, por comienzos que no tienen jamás fin»,
como dice Gregorio de Nisa. No se trata de «salir del tiempo» como la mística
de la India , o
de abolir el tiempo como en el nirvana búdico, sino de acceder a una
temporalidad propiamente eclesial, calcedónica, en la que el tiempo y la
eternidad se unieran «sin separación ni confusión». El ritmo de esta
temporalidad es aquél, de la muerte-resurrección, de la cruz pascual. Introduce
en las situaciones de muerte de nuestra existencia – hasta la última agonía –
la experiencia que se concentra en la del mártir. Los mártires, en la historia
de la Iglesia ,
han sido los primeros en ser venerados como santos. Un mártir no es
simplemente, como se lo cree demasiado a menudo, alguien que da su vida por sus
ideas. Un mártir es aquél que, en el horror de la tortura y de la muerte, se
abandona humildemente al Crucificado Resucitado y por ese medio se encuentra
colmado de la alegría de la resurrección. «Destrozado por los dientes de las
bestias», se convierte en «pan eucarístico», como decía Ignacio el Teóforo.
Igualmente el monje en la tradición antigua, es a la vez «stauróforo» y
«pneumatóforo», portador de la cruz y portador del Espíritu, aquél que «da su
sangre y recibe al Espíritu; por ello mismo», «un resucitado» capaz de conocer,
hasta en su cuerpo, una plenitud inefable.
Esta temporalidad hace aflorar grandes
estratos de paz y de luz en la densidad de los seres y de las cosas, en la
monotonía de las tareas cotidianas. El énstasis-éxtasis, en el reencuentro del
otro, se hace allí servicio, amor activo y creativo.
Esta temporalidad, finalmente, tiene
sabor de silencio. No el mal silencio del vacío, el silencio helado de los
abandonados, sino el silencio pleno, el silencio divino, ese «lenguaje del
mundo por venir», como decía Isaac el Sirio. La invocación debe entonces
abrirse sobre el silencio. Primero por breves momentos de silencio intercalados
entre los llamados. Luego por una especie de planeo interior en el azul del
corazón consciente, según una penetración de la interioridad «pneumática» del
Nombre de Jesús. Pues el silencio reposa en el Nombre como el Espíritu, desde
toda la eternidad, reposa en el Verbo, puesto que constituye la unión
mesiánica, crítica, del Verbo encarnado. Y cuando el Espíritu está presente, no
es necesario orar, sino callar en él, para retomar, por ejemplo, la enseñanza
de San Serafín de Sarov.
Se dice siempre que la música litúrgica,
en la Iglesia
ortodoxa, está al servicio de la palabra. Pero ella está también al servicio
del silencio, abre la palabra sobre un interior de silencio. Lo mismo sucede
con el canto gregoriano.
La «oración de Jesús» hace del corazón de
cada uno una celda monástica dónde se está «sólo con el Unico» en el silencio.
La ascésis néptica enseña a callar. Pero el silencio cristiano es de una
palabra renovada. En un momento dado, el inseparable silencioso, el hesicasta,
recibe el carisma de la palabra de vida, que va del corazón al corazón,
palabrasimiente.
Uno de los frescos más notables de Athos
representa un monje crucificado, del que brotan llamas. Aquellos que son como
él, son «hombres apostólicos», que hablan de lo que experimentan. Y su palabra
es poderosa con todo el poder del Espíritu. Los otros, y esto es lo que yo
intento aquí, se contentan, desdibujándose, con presentar su testimonio.
Intentan ser, con la palabra o con la pluma, lo que es, con el pincel, un
pintor de iconos.
6.
LA ORACIÓN
ININTERRUMPIDA
En algunos grandes espirituales, (poco
numerosos, pero no excepcionales), la «oración de Jesús» se hace «espontánea»,
«ininterrumpida». La invocación se identifica con los latidos del corazón. Es
el ritmo mismo de la vida, la respiración, la pulsación del corazón, lo que ora
en ellos, o mejor, lo que en la perspectiva de lo original y de lo último, se reconoce
oración. Esto, lo repito, y sobre todo actualmente, es necesario no desearlo,
es necesario descubrirlo en un humilde abandono, en una entera confianza, por
medio de la gracia.
«Cuando el Espíritu establece su morada
en un hombre, éste no puede dejar de orar, pues el Espíritu no cesa de orar en
él. Ya sea que él duerma, o que vele, la oración no se separa de su alma.
Mientras bebe, come, está acostado, o se dedica al trabajo, el perfume de la
oración brota de su alma. En adelante, no ya en momentos determinados, sino en
todo el tiempo, los movimientos de la inteligencia purificada son voces mudas
que cantan, en el secreto, una salmodia a lo invisible» (San Isaac el Sirio).
Y el Peregrino ruso nos confía:
«Me habitué tanto a la oración del
corazón que la practicaba sin cesar y, finalmente, sentí que ella se hacía por
sí misma, sin ninguna actividad de mi parte; ella brotaba en mi espíritu y en
mi corazón no solamente en estado de vigilia sino durante el sueño, y no se
interrumpía un segundo».
De hecho, los progresos hacia la oración
ininterrumpida se inscriben claramente en nuestra relación con el sueño. El
sueño profundo es una especie de estado místico, pero inconsciente. Es por ello
que es necesario dormirse colocándose en las manos de Dios, con confianza.
La primera etapa consiste en evitar toda
avidez de sueño y en practicar, de una manera u otra (el oficio de medianoche
de los monjes) una vigilia real pero breve, embargada por el oficio en su
alcance simbólico.
La segunda etapa consiste en hacer
penetrar la invocación en el sueño diciendo la «oración de Jesús» en el momento
del adormecimiento. «Oración de una sola palabra, tu debes estar presente tanto
al dormirnos como en nuestro despertar». Simultáneamente, es importante tomar
nota de los sueños, no para detenerse en ellos, sino para comunicarlos al padre
espiritual.
Así, poco a poco, se protege el sueño de
fantasmas diabólicos que atraviesan el subconsciente. En la tercera etapa, el
sueño, abreviado, pero todavía durable, se hace poroso y supraconsciente. «Yo
duermo, se trata de una necesidad de la naturaleza. Pero mi corazón vela por
amor excesivo». El hombre se comunica con Dios por medio de las visiones del
sueño, que no lo liberan de lo imaginario individual o colectivo, sino de lo
«imaginal», en el sentido que da a esa palabra Henri Corbin. La Biblia está llena de sueños
que los Setenta denomina «éxtasis». En los antiguos países ortodoxos, tales
sueños, que comparten un elemento de revelación y de profecía, son
relativamente corrientes. El Patriarca Athenágoras decía que había tomado todas
sus grandes decisiones después de tales sueños. Así, antes de su proposición de
encontrarse con Pablo VI en Jerusalén, él había visto un cáliz sobre una
montaña: él y el Papa la escalaban por costados opuestos.
En la última etapa, la de la oración
ininterrumpida, el espiritual no duerme casi nada: el estado místico
inconsciente del sueño profundo se hace consciente en él. No tiene ya necesidad
de visiones del modus imaginalis: ha llegado a ser visionario de lo real. Es
por ello que recibe el carisma de simpatía y de discernimiento de los
espíritus, pudiendo recibir visitantes y hacerse todo para todos durante diez o
doce horas continuas, como lo hace actualmente en Londres el metropolitano
Antonio.
Al acto de oración sucede un estado de
oración. Y el estado de oración es la verdadera naturaleza del hombre, es la
verdadera naturaleza de los seres y de las cosas. El mundo es oración,
celebración, regocijo, como lo expresan admirablemente los salmos y el libro de
Job. Pero esta oración muda necesita la boca del hombre para resonar. Es lo que
algunos padres griegos llaman «la contemplación de la naturaleza»; el hombre
recoge los logoi de las cosas, sus esencias espirituales, no para
apropiárselas, sino para entregarlas a Dios como una ofrenda por parte de la
creación. El ve las cosas estructuradas por el Verbo, animadas por el Espíritu
de vida y de belleza, tender hacia el Origen paternal, que las acoge en su
diferencia: «Pues, la unión, dejando de lado la separación, no ha destruido la
diferencia», dice Máximo el Confesor.
La tensión hacia la Parusía resume aquí el
paraíso del comienzo. El santo vive en la familiaridad con las bestias
salvajes. Ellas sienten, emanando de él, un perfume igual al de Adán antes de
la caída, dice San Isaac el Sirio. Alrededor de él, el temor y la violencia no
existen. Un eremita de Patmos, muerto hace algunos años, daba de beber a las
víboras, pequeñas copas de leche e impedía que los muchachos del país las
mataran: «Son criaturas de Dios». San Serafín de Sarov se dejaba devorar por
los mosquitos, diciendo solamente con el salmo a un amigo que quería cazarlos:
« ¡Qué todo soplo alabe al Señor!».
Cercano a los animales – de los que toma
la sabiduría, dice San Máximo -, el espiritual está también cercano de los
niños pequeños que reconocen en él a uno de los suyos. «Su carne es como la
nuestra» dice una pequeña refiriéndose a San Serafín de Sarov.
«Todo lo que me rodeaba se me aparecía
bajo un aspecto de belleza», escribió el Peregrino ruso. «Todo oraba, todo
cantaba la gloria de Dios. Yo comprendía así lo que la Filocalia llama el
lenguaje de la creación. Veía cómo es posible conversar con las criaturas de
Dios».
El hombre llega a ser entonces el
sacerdote del mundo. «El alma se refugia como en una iglesia o un asilo de paz,
en la contemplación espiritual del universo». El hombre entra allí con el
Verbo, y con él y bajo su conducción, «ofrece el universo a Dios, en su
inteligencia, como sobre un altar?». Esta actitud puede aplicarse a la
investigación científica. El investigador que practica la «oración de Jesús»,
«busca un principio de explicación que no disuelve el misterio de las cosas,
que respeta y revela la existencia y el ser en lugar de desintegrarlos». Su
tarea no es de desintegración sino de reintegración espiritual.
La oración dé Jesús provoca en el corazón
una caridad sin límites: «¿Qué es el corazón caritativo?», pregunta Isaac el
Sirio. He aquí su respuesta: «Es un corazón que arde de amor por la creación
toda entera, por los hombres, los pájaros, los animales, los demonios, por
todas las criaturas… Es por ello que un hombre semejante no cesa de orar…,
incluso por los enemigos de la verdad y por aquellos que le hacen mal… Ora
incluso por las serpientes, movido por la piedad infinita que se despierta en
el corazón de aquellos que se unen a Dios». Y también: «¿Qué es el
conocimiento? – El sentido de la vida inmortal. – ¿Y qué es la vida inmortal? –
Sentir todo en Dios. Pues el amor viene del reencuentro. El conocimiento relacionado
con Dios unifica todos los deseos. Y para el corazón que lo recibe, es
íntegramente dulzura desbordante sobre la tierra. Pues no hay nada semejante a
la dulzura del conocimiento de Dios».
Tal vez el himno que más se impone a esta
unificación diversa del mundo en la luz thabórica se encuentre al final de la Filocalia griega, en el
Tratado Sobre la unión divina y la vida contemplativa, de Calixto Catafigiota.
Citemos por lo menos algunas líneas:
«No hay una sola cosa en el Universo que
no testimonie el esplendor (de la gloria) y que no lleve como un perfume de ese
Uno creador… Puesto que el Uno es llamado en toda cosa, que toda cosa tiende
hacia el Uno, y que el Uno más alto que el mundo se revela a la inteligencia a
través de todos los seres, es necesario que la inteligencia sea conducida,
guiada y llevada hacia el Uno más alto que el mundo… Ella es forzada a ello por
la persuasión de tantos seres… De la búsqueda viene la visión y de la visión
viene la vida, para que la inteligencia exulte, se ilumine y se regocije, como
ha dicho David: ‘En ti está la morada de todos aquellos que se regocijan’ y:
‘En tu luz veremos la luz’. Si no… ¿Cómo habría él sembrado en todos los seres
aquello que está en él y por medio de lo cual, como a través de ventanas, revelándose
a la inteligencia, El la llama hacia El, colmada de luz?»
Todo culmina en el amor verdadero del
prójimo. Pienso en ese hermoso texto de un «loco en Cristo» ruso de comienzos
de nuestro siglo: «Sin la oración, todas las virtudes son como árboles sin
tierra; la oración es la tierra que permite crecer a todas las virtudes…» El
discípulo de Cristo debe vivir únicamente por Cristo. Cuando él ame a Cristo
hasta ese punto, amará forzosamente también a todas las criaturas de Dios. Los
hombres creen que es necesario primero amar a los hombres y luego amar a Dios.
Yo también he hecho eso, pero no sirve de nada. Cuando, por el contrario,
comencé a amar a Dios, en ese amor de Dios encontré a, mi prójimo. Y en ese
amor de Dios, mis enemigos también se han convertido en mis amigos, criaturas
divinas.
Evagrio escribía:
«Feliz el monje que considera a todo
hombre como Dios después de Dios. Feliz el monje que mira como suyos propios,
el progreso y la salvación de todos. Ese es el monje que, aún separándose de
todos, llega a estar unido a todos».
San Isaac el Sirio:
«Déjate perseguir, pero tú, no persigas.
Déjate ofender, pero tú, no ofendas. Déjate calumniar, pero tú, no calumnies.
Regocíjate con aquellos que se regocijan, llora con aquellos que lloran, ese es
el signo de la pureza… Se amigo de todos, pero, en tu espíritu, permanece sólo…
Sólo con el Unico, que es el Amor y nos da la fuerza de amar».
Y San Isaac precisa:
«He aquí, hermano mío, un mandamiento que
te doy: que la misericordia prevalezca siempre en tu balanza, hasta el momento
en que sentirás en ti la misericordia misma que Dios experimenta hacia el
mundo… No intentes distinguir aquél que es digno de aquél que no lo es; que
todos los hombres sean iguales a tus ojos, para amarlos y servirlos. Así podrás
conducir al bien a los indignos… El Señor compartió la mesa de los publicanos y
de las mujeres de mala vida, sin alejar de él a los indignos… Así, tú acordarás
los mismos beneficios, los mismos honores, al infiel, al asesino; él también es
un hermano para ti, puesto que participa en la única naturaleza humana… ¿Cuándo
reconoce el hombre que su corazón ha alcanzado la pureza? Cuando considera a
todos los hombres como buenos, sin que ninguno le parezca impuro o manchado.
Entonces, en verdad, él es puro de corazón».
Es necesario evitar – dice – proyectar el
propio psiquismo sobre los demás. Es necesario comprender al otro en un extremo
despojamiento de sí, hasta descubrir en él la imagen de Dios. Entonces se
descubre de qué modo esa imagen puede estar apagada, deformada por los poderes
del mal. Se ve el corazón del hombre como el lugar donde el bien y el mal, Dios
y el diablo, llevan una lucha incesante. Y se debe intervenir en ése combate,
no por la fuerza exterior, que no podría llegar más que a esa ‘pesadilla del
mal bien’, del bien impuesto, que denunciaba Berdiaev, sino por la oración: ‘Se
puede (intervenir) si se coloca toda la confianza en Dios, si uno se despoja de
todo deseo interesado, si, tal como David, uno arroja sus armas y entra en el
combate sin otra arma que el Nombre del Señor’. Entonces el Nombre, llegando a
ser Presencia, nos inspira las palabras, los silencios, los gestos
indispensables.
A todos los que alcanzan ese «estado de
oración», todo les rinde «el céntuplo». Conocen esa transfiguración del eros
que han buscado tan desesperadamente, durante los últimos años, los defensores
del freudo-marxismo. Perciben con una extraordinaria «plenitud» el misterio de
los seres y de las cosas, la faz oculta de la tierra. Reciben carismas de
paternidad espiritual, de curación y de profecía. Esa paternidad, como aquella
de Dios que ella manifiesta, sobrepasa, integrándola, la dualidad sexual: San
Serafín, renovando una antigua indicación monástica, decía al superior de
Sarov: «Sois una madre para tus monjes».
El espíritu, unido al corazón, accede a
una forma renovada de intelección, a un pensamiento inseparable de la paz y del
amor sostenido por la oración (pues en adelante ésta no se interrumpe durante
el ejercicio del pensamiento). La práctica de la invocación del Nombre de Jesús
no tiene nada, como se cree habitualmente, de un anti-intelectualismo: ella
crucifica y resucita la inteligencia: «El corazón liberado de imaginaciones
termina por producir en sí mismo santos y misteriosos pensamientos, como se ve
sobre un mar calmo saltar los peces y brincar los delfines».
A veces se revelan a los «espirituales»
los misterios del origen y el fin de la humanidad y del universo, participan en
el pasaje de la historia en el Reino, al alumbramiento de la nueva Jerusalén.
Toman lugar en la comunión de los «pecadores conscientes», aquellos que oran
para que todos sean salvados.
La «oración de Jesús», pronunciada: «ten
piedad de nosotros», nos recuerda que nadie se salva solo, sino solamente en la
medida en que se llega a ser una persona en comunión, que no está ya separada
de nada. Aquél que invoca el Nombre llega a ser el amigo del Esposo, que ora
para que todos estén unidos al Esposo: «Es necesario que él aumente y que yo
disminuya». No habla del infierno más que para sí mismo, por una infinita
humildad: es la historia del cordonero de Alejandría, dándole una lección a San
Antonio al revelarle que oraba para que todos fueran salvados, siendo él el
único que merecía ser castigado. Es Simeón, el Nuevo Teólogo, diciendo que es
necesario mirar a todos sus compañeros como santos y tenerse a sí mismo como el
único pecador, «diciéndose que en el día del juicio todos serán salvados, sólo
yo seré rechazado». Entonces el Señor dijo al starets Silvano: «Mantén tu
espíritu en infierno, y no desesperes».
La esperanza aumenta por medio de la
oración: esperanza del Día último, sin ocaso, cuando el viento del Espíritu
disipará las cenizas y manifestará al mundo, como una «zarza ardiente», en
Cristo. El hundimiento de la ilusión y de la muerte no se producirán sin
pruebas mayores. «Entonces, quien quiera que invoque el Nombre del Señor, será
salvado».
Textos de un Monje de la Iglesia de Oriente y
Olivier Clement
Ichthys – 1981 – Argentina
(Extraído de la sección de textos
monásticos del blog Hesiquia)
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